Vengo llegando del
mall. Estaba, como varios o casi todos mejor dicho, haciendo cambios. Devolviendo lo que no me gustó (un juego de esos que se conectan el TV -¡qué onda mamá, por favor!- y una polera ancha y fea) para llevarme lo que sí me gusta (cinco poleras con onda). De yapa, ya que fui con mi hermana menor, me gané un viaje a la sección femenina, zona de trajes de baño. Uf!
Llegamos temprano, a eso de las 11:30, cuando -se supone- la disposición de los vendedores debiera ser la mejor. No fue así. El tipo que me atendió (partí por Ripley) estaba de candidato para una tortilla de
Armonyl, en serio. Todo porque no veía bien los códigos en la boleta y porque un anciano no quería comprar ni cambiar, sino pagar su cuenta (vaya alguien a hacerle entender al viejito que no eligió un buen día para esos menesteres...). En fin, pasé la primera prueba con relativo éxito. Esperé sólo diez minutos.
En Almacenes París me demoré poco eligiendo las poleras y cuando llegué a la caja, estaba desocupada. El problema se produjo porque devolví un producto por $13.990 y llevaba poleras por $13.980. Los $10 de saldo a mi favor, pese a mi manifiesta intención de perderlos, produjeron una especie de jaque en el sistema de la caja. No había cómo, por así decirlo, botarlos, perderlos.
El caso, como si de una junta médica se tratase, pasó por varias manos y cada quien tenía su técnica. No había caso y atrás mío, la fila empezaba a engrosarse. Yo, contando hasta mil, me hacía el chistoso con la cajera. No quería ponerla más nerviosa de lo que ya estaba y no por mi culpa, sino por la de una señora, en la caja lateral, que reclamaba y reclamaba porque el vendedor le pedía la boleta pese a que las prendas contaban con un
ticket para tales efectos.
Después de casi veinte minutos metiéndole mano al sistema, por fin parió la chancha como le dije a la tipa. Salió mi boleta y me fui, con mi hermana, a lo peor. A la sección de mujeres en Falabella.
El panorama era como si hubiera pasado un aluvión por las repisas. Muy pocas cosas con precio, botadas en el suelo, vendedores brillando por su ausencia y muchas, pero muchas mujeres con cara de pregunta y sendas bolsas en sus manos listas para la transacción del día: el cambio.
Por suerte mi hermana pudo cambiar el traje de baño relativamente rápido: Media hora.
Estas cosas no se compran todos los días, me decía como justificando su actitud minuciosa frente a cada una de las prendas que tomaba. Un lío. Salí con ganas de postularme al premio como mejor hermano del año (más encima le tuve que pagar el saldo que le faltó para llevarse el otro traje de baño), pero aún no lo han instaurado.
Después de todo, poniéndome en el lugar de los pobres vendedores, la pasé bien. Me entretuve con las viejas histéricas, reclamando por todo (como nunca escuché la palabra SERNAC) y llevándose casi las mismas cosas que ya habían comprado antes. Ja!
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