MUNICIPALES, LA VERDAD DE LAS MENTIRAS

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Me acordé del ensayo de Vargas Llosa por lo curioso de su título, por lo oximorónico de él, pero, por eso mismo, por lo especialmente apropiado para estos momentos, cuando son las 23:20 horas del 31 de octubre, el día de las elecciones municpales en nuestro país.

La jornada partió con todo el menú de clichés y repeticiones más asquerosas y consabidas de todas las elecciones. A estas alturas, los apoyos de las elecciones son tanto o más inútiles -por lo repetitivos- que los que se usan para la Parada Militar. Veamos: La primera mesa en constituirse, los ancianos que fallecen en el lugar de votación, los delegados de la Junta Electoral, las viejas histéricas de siempre en las mesas de las comunas más populosas y los infaltables pastelitos, apoderados de los distintos partidos, reclamando hasta por el color de camisa que eligió el presidente de la mesa.

Todo lo anterior sin pasar por las mesas emblemáticas, como la del Presidente Lagos, como la que recibe a Joaquín Lavín y, si frivolizamos un poco más el dato, hasta las que llegan personajes como Jordi Castell y Cecilia Bolocco.

Pasan las horas y la cosa sigue su curso. No tendría por qué ser de otra manera, ya que hasta donde tengo memoria, Chile no es un país en el que se roben votos, en el que alguna maniobra desesperada de última hora obligue a decretar estado de sitio ni nada de eso. Por el contrario, salvo excepciones que sirven para amenizar una jornada terriblemente monótona, Chile es un país de "extraordinaria y ejemplar conducta cívica" y eso que todavía no conozco a alguien al que le hayan gustado las clases del citado ramo.

Después de cerrarse las primeras mesas y prenderse las primeras calculadoras, viene lo horriblemente patético de cada una de las elecciones, independientemente del color con el que se identifique uno, porque, huelga decirlo, aquí todos y cada uno de los políticos hacen su show y, como escuché decirlo 347.923 veces en el día, "todos intentan llevar agua a su molino".

Se escucha entonces, por 347.924 vez que las elecciones no se ganan ni se pierden, sino que se explican. Ok, pero sería tanto mejor que, aprovechando la molestia, terminen de explicar y de una buena vez, quién cresta perdió.


LOS TRES TERCIOS DE LUCYBELL

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Con grupos como Los Prisioneros prácticamente desaparecidos, al menos en lo que a su formación tradicional y principios musicales se refiere y otros como La Ley, totalmente inmersos en el showbussiness, ganadores de premios Grammy y una especie de vitalicios de los MTV, vale la pena detenerse en un grupo como el que lidera Claudio Valenzuela. Se llama Lucybell y, el sábado recién pasado, repletaron la Estación Mapocho.

Hasta ahí llegué, con mi polola y mi hermana de 18 años. No éramos ni los más viejos ni mucho menos los más jóvenes. Pero apenas empezaron a sonar sus primeros acordes, los golpecitos al suelo, los ademanes con la cabeza siguiendo el ritmo del bajo fueron la tónica entre todos los presentes. Fue entonces que me di cuenta de una de las primeras virtudes del grupo. Esa transversalidad en su público, gente que es profesional, que de lunes a viernes no se sacan la corbata, casados y con hijos algunos (como el mismo Valenzuela), pasando por estudiantes universitarios, de preuniversitarios y colegios hasta llegar a nóveles compradores de discos, los llamados tweens, que como si fueran el fan número uno, coreaban verso a verso las canciones del grupo. Lucybell abarca, apretando a cada uno en su justa medida, mucho. El sábado, en la Estación Mapocho, había personas de 40 años y también de 15 e incluso menos. Primer mérito.

¿Cómo se logra eso? preguntarán los inquisidores profesionales. Me aventuro a decir, en correspondencia con el título de esta columna, que Lucybell, las tres sílabas de la palabra, vienen a representar tres estilos distintos de hacer música, tres gustos claramente identificables en la discografía del grupo, como son el rock (presente desde De sudor y Ternura hasta el último single para la teleserie de TVN), la balada (propia de canciones como Vete, Carnaval y Milagro, todas singles de sus respectivos discos) y la electrónica o música envasada, sintetizada(tendencia predominante en gran parte de las canciones de los dos últimos discos de la banda). Estilos que si bien es cierto se pueden disgregar para mejor degustación, se recomienda consumir como un todo, en el disco completo, en la amalgama perfectamente equilibrada que propone la banda.

Es así como, creo, Lucybell es capaz de mantener a sus primeros fanáticos (aquellos que no nos decepcionamos con el grupo porque siempre enarbola la bandera del rock) al mismo tiempo que agrega nuevos seguidores incorporando las nuevas tendencias de la música moderna. Digamoslo, cada vez es más difícil subirse al escenario sólo con una guitarra, un bajo y una batería. Suena añejo, retrógrado y desadaptado. Además, la polifuncionalidad del percusionista, Francisco González (quien se atreve con el micrófono y la guitarra) demuestran la flexibilidad del trío.

Si a todo eso le sumamos lo que a mi juicio es una de las principales fortalezas del grupo, es decir, la fuerza interpretativa y el carisma del vocalista, Claudio Valenzuela, tenemos un tremendo producto entre las manos, como podría decir el manager de turno.

Pero las cualidades del grupo no se terminan ahí. Otra de las más destacadas tiene que ver con el bajo perfil o el pastelero a tus pasteles de todo el grupo. Con los integrantes de Lucybell no podríamos hacer una nota policial como sí la podemos hacer con Los Prisioneros, por ejemplo, íconos de la resistencia y la alternativa en tiempos de dictadura, para llegar a ser los embajadores de la ambición, del ridículo y la desadaptación en democracia. Quiero decir que cuando los grupos asumen su rol profesional en un ciento por ciento, sólo se limitan a hacer noticia por sus éxitos y no por sus tropiezos, como está plagada la última parte de la historia de la banda liderada por Jorge González.

Por lo mismo es que Valenzuela y los suyos partieron a Estados Unidos, donde aunque sea por acción mimética, se crece profesionalmente. El solo hecho de leer los mismos diarios que leen las grandes figuras del rock mundial o caminar por sus mismas calles (para qué decir grabar con sus mismos productores o en sus mismos estudios), inevitablemente, eleva la calidad del grupo y eso, en los últimos trabajos de la banda, se ha notado.

La respuesta más categórica estuvo en el lleno de la Estación Mapocho el sábado recién pasado. Pese a que hacía frío, pese a que sólo media hora antes tocaba Ely Guerra en Providencia y pese a que la cantidad y variedad de la oferta musical de las últimas semanas podría haber eliminado a cualquier bolsillo promedio, la gente le respondió a Lucybell.

Y, finalmente, no creo que se trate de una respuesta exacerbada o demasiado fanática. Es la única alternativa posible cuando las cosas se hacen bien desde el otro lado del escenario. A uno, como público, no le queda más que aplaudir y reconocer el trabajo bien hecho.


LA COCA-COLA Y LA PEPSI

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Hace un par de días, en uno de los cada vez más fomes programas de política en televisión vi a un tipo cuyo nombre no retengo y ya sabrán por qué. Se trataba del representante del Partido Humanista, un hombre de traje y corbata -mal combinados, pero traje y corbata al fin- que trataba de llevar agua a su molino, como se dice por ahí.

Fue de él la idea del título, La Coca-Cola y la Pepsi, en alusión a las diferencias (políticas, económicas, sociales y del tipo que se les ocurra) entre la Concertación y la Alianza.

Independientemente de si uno está o no de acuerdo con la matáfora, no puedo dejar de negar que la frasesita es una de las más ingeniosas en medio de la insípida abundancia de lugares comunes como Grande Juanito Pérez, Un Alcalde para Sutano, Que siga Pepito y todo ese tipo de mensajes que atiborra las esquinas de nuestra gran ciudad.

Concedido entonces ese mérito, entremos en el área chica de la discusión. Hablemos de si es verdad o no que la Alianza y la Concertación son lo mismo.

En el plano económico, salvo que a Eyzaguirre le vengan ataques de hippismo y revolucionarismo archivados en los cajones del pasado, no hay grandes diferencias entre uno y otro sector. Después de 14 años de gobiernos de la Concertación, período en el que ha reinado la llamada política de los consensos, podríamos decir -sin temor a equivocarnos- que la Alianza se ha concertacionizado y que la Concertación se ha alianzado. Tanto el uno como el otro, se han mimetizado, se han repartido el queque y han explotado todas las ventajas del sistema binominal.

Sin embargo, hilando fino para algunos aunque para otros no tanto, sí es cierto que hay diferencias grandes entre la Concertación y la Alianza. Tal vez no sea algo tan frívolo como que en la Alianza las camisas amarillas y las chaquetas azules son casi el uniforme de trabajo, pero es. Me refiero al hecho que en el mundo concertacionista hay más pluralismo, libre pensamiento y, por qué no decirlo, tolerancia.

La UDI, el Partido Popular como se ha rebautizado, es un buen ejemplo de disciplina y rigor político. Si no, que lo digan Piñera y Longueira, los ejemplos más evidentes de esta actitud tan marcial como el régimen que apoyaron y defendieron hasta hace poco.

En la Concertación, siento, no es tan alarmante que existan divergencias o diferencias de opinión. Me atrevería a decir que se agradecen. Por el contrario, el grado de jerarquización que demuestra la derecha es tan estricto que no me gustaría imaginar un gobierno de Lavín bajo esas circunstancias. Capaz que Hermógenes Pérez de Arce sea el Ministro Secretario General de Gobierno o, lo que sería peor, Ministro de Educación. ¡Qué horror!

En efecto, en el tema valórico, en el campo de las ideas, los intangibles que hacen que Bachellet le caiga bien a gran parte de los chilenos, está la fortaleza de la Concertación. No estoy diciendo que la próxima elección sea pan comido ni mucho menos. Lo que estoy diciendo es que, a la hora de encontrar las diferencias entre una y otra, una de las dos colas es mejor, a nadie le da lo mismo la Coca-Cola y la Pepsi, siempre hay preferencias y yo la tengo clara.


¡RUN ERWIN, RUN!

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Soy de los que creen, firmemente, en la belleza de las cosas simples. Por lo mismo, soy de los que ve en el género documental una especie de arma letal, probablemente de arte marcial, en la que basta sólo un golpecito (a lo Kill Bill) para desmoronar el naipe, desnudar las falencias de uno y destacar las virtudes de otro. Eso, más o menos, es lo que pasa con "El Corredor", el último documental de Cristián Leighton.

El creador de "Los Patiperros" y también director de "Nema Problema" encontró en el funcionario del INP, Erwin Valdenenito una mina de oro, un personajón que finalmente supo explotar, al que, sencillamente, dejó ser frente a la cámara. A él y a sus circunstancias.

Es así como podemos ver la rutina de la pequeña oficina de Valdebenito en pleno centro de Santiago, podemos oler el pan tostándose al calor de la estufa, podemos sufrir el apretujón de los dedos de la secretaria, torturados por un par de zapatos con terraplen; podemos cansarnos corriendo al lado de Erwin y también podemos sentir el mismo miedo que él con los buses pasando por su lado.

¿No se los he dicho? Erwin, maratonista fanático al borde de la patología, va desde su casa en San Bernardo hasta su oficina en pleno centro de Santiago corriendo por la carretera, eludiendo los trabajos, esquivando los buses y los camiones, espantando a uno que otro perro y enfrentando a los infaltables asaltantes. El hombre, una especie de Quijote olímpico, entrena de lunes a viernes desafiándose a sí mismo con cada nueva marca.

Eso no es todo. La rutina de Erwin incluye una mirada despectiva a los ascensores de su edificio en el INP, incluye además caminar todo el día con un par de pesas sobre sus tobillos, para fortalecer el abduptor y rendir más y mejor en las competencias. Se trata de un obseso del tema.

Viudo y un hijo, Erwin es un ejemplo. Él y su familia. Su hermano, albañil, le hizo un medallero que ya le quedó chico. Su mamá le plancha las camisas y le sirve desayuno a las 5 A.M. Su hijo, como si él trabajara en el INP, le lleva la ropa de trabajo y un bolso, día a día, desde San Bernardo hasta el centro de Santiago.

Hasta ahí todo bien, pero la historia de Erwin va más allá. Se resume en un desafío épico, riesgoso y tan utópico como cruzar la cordillera corriendo. ¿De qué se trata? De correr, como finalmente lo hizo, 24 horas consecutivas.

Fue en el desierto de Arizona, un lugar de altísimas temperaturas durante el día y de bajísimas temperaturas durante la noche, un lugar al que los meteorólogos llaman de alta oscilación térmica. Hasta allí llegó Erwin, con su gorrito del INP y la bandera chilena, a extremarse al máximo, a matarse corriendo, 24 horas consecutivas.

Ni los vómitos ni los calambres de las primeras ocho horas de competencia (¡ocho horas gastando zapatillas!) fueron obstáculo para que Erwin se levantara de la camilla, pasara como avión por el lado de los típicos gringos que caminaban la pista, hasta alcanzar el segundo lugar.

Exhausto, agotado como pocas veces he visto a un hombre, Erwin cruzó la meta con la bandera chilena como segunda piel. Se agachó, besó la pista, miró al cielo para encontrarse con sus seres queridos y, finalmente, se persignó como agradeciendo poder contar la gracia. Lo había hecho, sintió lo que siempre quiso sentir, el cansancio que significa estar todo el día corriendo.

¿Y qué? podrán decir algunos. Que este tipo de ejemplos, éstos casos de esfuerzo y tenacidad están frecuentemente eclipsados por las frivolidades de la farándula, por la pelea chica e innecesaria que contamina, todos los días, gran parte de los medios de comunicación.

Ojalá que a partir de este trabajo, Erwin sea más apoyado, corra más acompañado y finalmente, sea un poco más feliz. Por mi parte, sólo puedo prometer una cosa: que cuando pase corriendo por el centro le voy a gritar ¡Run Erwin, Run!




Lejos del glamour que tuvo en los años ochenta, cuando era un exclusivo shopping center, el recinto emblemático de la esquina Apoquindo-Manquehue se transformó en una especie de feria libre, pero bajo techo. Con liquidaciones a luca, pasillos estrechos y uno que otro guardia aburrido cuya única preocupación es corretear a las tweens que hacen nata en el lugar.

Los recuerdos que tengo del Apumanque distan mucho de la imagen que hoy entrega el que fuera uno de los pocos, criticados y modernos centros comerciales de la capital. Volver al Apumanque, para quienes lo conocimos en su época de gloria, es como visitar a un amigo enfermo, viejito y -por qué no decirlo- quebrado económicamente. Es que hacen falta varias manitos de gato para tratar de alcanzar el estándar propio de los grandes centros comerciales.

Los otrora pudientes consumidores del Apumanque ahora son, probablemente, los vástagos de los primeros, las quinceañeras vecinas del mall, que van a tomarse un helado y a malgastar su jugosa mesada en poleras, cinturones y artículos menores que son los mismos que se venden en Patronato o en cualquier tienda vintage de la ciudad.

Ya no son los conductores de grandes automóviles los que se pasean gastando cientos de miles de pesos en compras. La mayor parte de los consumidores del Apumanque llega en micro, anda con cinco lucas en los bolsillos y, con esa cantidad, es capaz de salir con el regalo que andaba buscando para salir del compromiso y no quedar como roto en el cumpleaños de esa misma noche.

Ni las promociones de estacionamiento gratuito, ni la mítica tarjeta de cliente frecuente surten efecto entre quienes prefieren pasearse por el bien acondicionado aire del Parque Arauco o del Alto Las Condes.

La decadencia se nota a cada rato. Se nota en las tiendas vacías de las pocas marcas de prestigio que aún sobreviven en el lugar. Se nota en los pasillos estrechos y oscuros, ni parientes de los que ahora conocemos como típicos en los otros malls. En el Apumanque, como me pasó, es probable que a uno le pidan contestar una encuesta sobre spots de TV, llevándolo a uno a un cuartucho de dos por dos con un par de videos y televisores. Se nota que las anfitrionas no tienen uniforme y que matan su tiempo leyendo una que otra revista hasta que llegue un incauto a preguntar por tal o cual tienda.

Los alrededores del lugar también son patéticos. Entre peluquerías, tiendas de depilación y liquidadoras de zapatos, se va gran parte de los locales que se aprovechan de las últimas gotas de atracción que posee el Apumanque. Ni hablar del Mc Donalds, del Burger Inn o de las otras marcas que trataron de revitalizar el mítico faro. Ahora sólo se puede ver un gran cartel "Se Arrienda", el mismo que adorna las tiendas más grandes del interior del recinto.

Y si de carteles se trata, otro de los más recurrentes tiene que ver con el "Cierre de local". Aproveche, por cierre de local, liquidación -aunque quisieron decir sacar- a mil. ¿En qué clase de mall hay una carnicería frente a una tienda de ropa? Les aseguro que vitrinear zapatillas con olor a Posta Negra no es la experiencia más grata que se pueda vivir en un lugar como este.

Ni hablar de los estacionamientos, de los servicios asociados a ellos ni de otros tantos que para los hijos de los nuevos centros comerciales son mínimos, partes de un todo que en el caso del Apumanque, se entienden como apéndices molestosas que difícilmente tienen correspondencia con la gran tienda central.

El Apumanque, digamoslo, está viviendo sus últimos días. No me parecería extraño ver en los diarios un aviso de remate sobre su nombre. Edificios, gimnasios y hasta una sede académica estarían mucho mejor puestos en la esquina aquella. Para el cosmocentro, su cuarto de hora, ya pasó. Hace rato que terminó.





UN AUTÉNTICO CAIOZZI

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Cachimba, la adaptación en el celuloide del cuento titulado Naturaleza Muerta con Cachimba (de José Donoso) es una prueba irrefutable, vivita y coleando, de un estilo de dirección, de un método y hasta de una forma de sentir el séptimo arte.

Para quienes ya han visto la obra de quien se iniciara como director de piezas para la televisión, Cachimba no significará ni un paso adelante, ni mucho menos hacia atrás, sino que, más bien, un gran establecimiento dentro del mismo metro cuadrado en el que quedó después de Coronación, la última película antes de Cachimba y, coincidentemente, otra adaptación de la obra literaria de José Donoso. A estas alturas podríamos decir, con propiedad, que Caiozzi es una especie de donosiólogo o algo así. De hecho, sería extraño que algún día nos sorprenda con la grabación de "El Obsceno Pájaro de la Noche", quizás, la obra cumbre del difunto novelista.

Caiozzi es extremadamente perfeccionista y esa cualidad se mantiene en Cachimba a ultranza. No se permiten quiebres ni aceleraciones o desaceleraciones en el ritmo, la película parte y termina igual, con la misma dósis de primerísimos primeros planos, con la misma cantidad de luces y sombras, con el mismo y cuidado encuadre del inicio. A veces pienso que el director se desafía a sí mismo dentro del film, jactándose de vez en cuando, de sus propios méritos, de esa mirada tan técnicamente perfecta, el sello de sus obras. El hombre, qué duda cabe, sabe y harto de su pega.

Sin embargo, desde mi particular punto de vista, ello no quiere decir que sus películas sean buenas. No existe, sostengo, una relación directamente proporcional entre la calidad técnica y la calidad global de la película. Ciertamente, en el caso de Cachimba y Coronación, las actuaciones de Julio Jung y de María Cánepa, respectivamente, son notables, lo que podría darnos pie para calificar a Caiozzi, además de lo dicho antes, como un espléndido director de actores. No obstante ello, dudo que al chileno medio le guste más el estilo Caiozzi que el Quercia, que el Galaz y que el recientemente exitosísimo Wood. Cada uno de ellos, a su manera, ha jugado en distintos lugares de la cancha, han probado diferentes temáticas e incluso formatos, se han permitido ciertos retrocesos para avanzar con más solvencia después. Eso es lo que creo le falta a Caiozzi.

Además, no se trata de que Caiozzi no sepa desenvolverse en otros formatos. Su documental Fernando ha vuelto -en el que muestra la aparición de las osamentas de un detenido desaparecido- es uno de los mejores que he visto y así también fue catalogado por la crítica especializada. Sencillo, directo, emotivo pero al mismo tiempo respetuoso del dolor que sienten los deudos, la pieza es una de las mejores de su género y, si mal no recuerdo, ganó un par de festivales. Su problema radica en los largometrajes de ficción.

Cuando el director se enfrenta a la historia y a la forma en la que va a ser contada esa historia, creo, Caiozzi se ensimisma en una especie de código elitista, obsesivo si se quiere, y que se refleja en el excesivo cuidado y tratamiento de las imágenes. No quiero hacer con esto una apología a los desenfoques ni mucho menos, lo que sí estoy tratando de plantear es que cuando esa virtud se convierte en una monotonía exacerbada, maniática, aumenta el peso de la película, se siente como una bolsa de arena sobre los párpados la carga y eso, a la larga como suele suceder en las películas de Caiozzi, cansa y hace que el resultado final sea algo más difícil de digerir.

Repito que lo anterior es un mérito, básicamente se trata de un plus o de un objetivo al que todos los realizadores deberían apuntar, pero que por las señaladas circunstancias termina convirtiéndose en un error, una mochila extra que el espectador debe asumir al momento de pagar su entrada para ver Cachimba. Creo que Caiozzi apunta a un director de su mismo estilo, casi de su misma generación, un intelectual del cine radicado en París que se llama Raúl Ruíz y para su desgracia, está a años luz de él.


DE ROSTROS, CARAS Y CARUCHAS

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Todavía recuerdo con más amargura que nostalgia el campeonato nacional de 1994, torneo que después de una lucha palmo a palmo, quedó en las vitrinas de la CORFUCH, las mismas que hoy, diez años después, tiemblan y tienen pesadillas parecidas a las que sufrieron sus homónimas de Colo-Colo, quebradas y rematadas al mejor postor.

El campeonato de ese año fue, creo, un clímax futbolístico desde varios puntos de vista. A las canchas no iban menos de diez mil personas y los clásicos se jugaban a estadio lleno, sin planes de contingencia ordenados por el intendente ni nada de eso.

Además, hablando desde dentro de la cancha, había figuras de jerarquía. Empecemos por la dupla Gorosito-Acosta, dos de los diez mejores extranjeros que han pasado por estos lares; la U tenía al mejor Leo Rodríguez, un incipiente pero efectivo Marcelo Salas; Colo-Colo se floreaba con Marcelo Espina, Barticciotto, Ivo Basay... había dónde regodearse y para pagar, con gusto, el precio de las entradas a los estadios.

Diez años después, como ya lo adelanté y todos sabemos, Colo-Colo (club que para Menotti es un referente cultural, algo así como un emblema de lo chileno) está quebrado, rematado y buscando dónde sentar a los cinco mil hinchas que semana a semana lo apoyan. Palestino, un equipo de mitad de tabla, pasó por el mismo trance, pero como la colonia no es tan mumerosa, no se hizo tanto ruido. Universidad de Chile, a punto de celebrar (no sé si esa es la palabra exacta) trece años bajo el mandato de René Orozco está rozando la quiebra, endeudada con sus funcionarios y factorizando la plata que le deben pagar por la Copa Libertadores de 2005, ignorando el derrotero que terminó por hundir a su archirrival, en una demostración de soberbia e ignorancia difícil de entender. Lo mismo pasa en Temuco, los jugadores de Puerto Montt viajan a El Salvador en bus, no hay plata para hoteles y así varios ni se concentran para ahorrar un par de lucas.

Éste fue el escenario que prefirió omitir Adrián Fernández, el Carucha, un jugador en deuda para equipos como San Felipe, así es que imaginen lo que es en Colo-Colo. No lo culpo. Sus sueños se deben haber vuelto realidad, con hada madrina y todo, cuando lo llamaron para ponerse la misma camiseta que ganó la Copa Libertadores en 1991. El Carucha habrá pensado que después de Colo-Colo venía River, de ahí Italia y nunca más parar.

Lamentablemente, como se dice, el hombre mostró la hilacha. Escupió a un rival en un signo de pichangerismo pocas veces visto en el fútbol criollo y después de seis fechas de para, a los 70 minutos, se acalambra tras vestirse de Carlos Caszely y tirar un penal fuera del marco.

La escena, especialmente bien captada por las cámaras de TV, es el mejor reflejo no sólo de Colo-Colo, sino de nuestro torneo. Todo está a su favor, la gente lo vitorea y está solo frente al arquero. Suena el pitazo, pero con una técnica tan mala como escasa, el 9 patea fuera guardándose para otra vez el grito de gol. Se persigna, como si Dios o algo así tuviera que ver con el cuento y un par de minutos después, chao. Acalambrado como oficinista en partido amateur, el delantero debe salir de la cancha abucheado por los hinchas.

No tengo recuerdos de algo parecido. Creo que es primera vez que veo a un jugador salir acalambrado a los 70 minutos. Antes, con la lucha de las universidades por el título, se veían partidazos y goleadas por más de cinco goles eran un bálsamo habitual para nuestros pastos.

Hoy en cambio, en los tiempos del Carucha, los cero a cero son tan recurrentes como las tres mil personas que parecen pintadas en los estadios.


UPS! HE DID IT AGAIN

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Sí, me estoy refiriendo al que por estos días debe ser uno de los principales enemigos del presidente de Estados Unidos, un lugar nada de despreciable, sobre todo si consideramos que el ranking está compuesto por pesos pesados como Saddam Hussein y Osama Bin Laden. Me refiero, cómo no, al gordito bonachón de Michael Moore, quien, otra vez, lo hizo.

¿Qué hizo el documentalista que está rompiendo los cánones del audiovisual al ganar, por ejemplo, la Palma de Oro del Festival de Cannes? Ni más ni menos que demostrarnos, especialmente a quiénes no consideraban que este tipo de cosas fueran posibles, cómo el vástago del ex director de la CIA, George W. Bush, nos metió el dedo en la boca. A mí, a ti, a todo el pueblo norteamericano y, de paso, a todo el resto del mundo.

La certeza y contundencia de las imágenes, matizadas con el irónico sentido del humor del que debe ser el hijo ilustre de Flint, Michigan, son tan abrumadoras que una vez terminada la sesión uno sale con cara de ¿Y ahora qué? Si todo esto fue verdad y sucedió en uno de los países más desarrollados y, se supone, un ejemplo de civilización dentro del mundo occidental, ¿qué más puede pasar?

Es después de estos casos que uno termina por querer a personajes como Tombolini, como Demetrio Marinakis y hasta al propio Juan Pablo Dávila. Gracias a Dios que tenemos que lidiar con este tipo de tramposos y no con los peces gordos que desenmascara Moore.

Disponiendo sus piezas de tal manera, el documentalista de lentes y gorro de béisbol pone, como ya lo hizo en Bowling for Columbine, en jaque a todo un sistema, a toda una sociedad de la que él mismo es parte y beneficiario, pero, al menos en su caso, el hombre tiene la decencia de poner el punto sobre las íes y no así, no seguir con la farsa de la guerra contra el terrorismo, las armas de destrucción masiva, etc.

En la pasada no se salvan ni los congresistas, ni los ministros, ni los secretarios ni mucho menos George W. Bush, quien podría llegar a convertirse -para los despistados que nunca faltan- en un perfecto papasnata. Pillados en todas y cada una de sus movidas, Moore deja en evidencia que las cosas no andan muy bien que digamos por esos lares.

Sin embargo, y ésta es la reflexión que me gustaría dejar instalada, el trabajo muestra una pequeña luz de esperanza, basada en la participación y en el activismo ciudadano, para que las atrocidades y los excesos cometidos desde la Casablanca se enmienden de alguna manera.

El pueblo norteamericano tiene la pelota en sus pies. Es su responsabilidad zanjar la situación votando por el que es, sin duda, la menos mala de las alternativas que presenta el restringido sistema electoral gringo. Kerry representa todo lo que Bush padece, al menos en la teoría. El hombre debería ganar, más aún con el tipo de ayuda que está recibiendo, por ejemplo, del propio Michael Moore.

Lo malo es que, tal como pasó en el 2000, nada nos puede asegurar que Jr. vuelva a meter las patas y así como barrió con Gore y las autoridades legítimamente electas, vuelva a hacerlo con Kerry y los suyos. Ojalá, profundamente ojalá, que no sea sí.


  • I'm Jorge Enrique Díaz Pérez
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