Soy de los que creen, firmemente, en la belleza de las cosas simples. Por lo mismo, soy de los que ve en el género documental una especie de arma letal, probablemente de arte marcial, en la que basta sólo un golpecito (a lo Kill Bill) para desmoronar el naipe, desnudar las falencias de uno y destacar las virtudes de otro. Eso, más o menos, es lo que pasa con "El Corredor", el último documental de Cristián Leighton.
El creador de "Los Patiperros" y también director de "Nema Problema" encontró en el funcionario del INP, Erwin Valdenenito una mina de oro, un personajón que finalmente supo explotar, al que, sencillamente, dejó ser frente a la cámara. A él y a sus circunstancias.
Es así como podemos ver la rutina de la pequeña oficina de Valdebenito en pleno centro de Santiago, podemos oler el pan tostándose al calor de la estufa, podemos sufrir el apretujón de los dedos de la secretaria, torturados por un par de zapatos con terraplen; podemos cansarnos corriendo al lado de Erwin y también podemos sentir el mismo miedo que él con los buses pasando por su lado.
¿No se los he dicho? Erwin, maratonista fanático al borde de la patología, va desde su casa en San Bernardo hasta su oficina en pleno centro de Santiago corriendo por la carretera, eludiendo los trabajos, esquivando los buses y los camiones, espantando a uno que otro perro y enfrentando a los infaltables asaltantes. El hombre, una especie de Quijote olímpico, entrena de lunes a viernes desafiándose a sí mismo con cada nueva marca.
Eso no es todo. La rutina de Erwin incluye una mirada despectiva a los ascensores de su edificio en el INP, incluye además caminar todo el día con un par de pesas sobre sus tobillos, para fortalecer el abduptor y rendir más y mejor en las competencias. Se trata de un obseso del tema.
Viudo y un hijo, Erwin es un ejemplo. Él y su familia. Su hermano, albañil, le hizo un medallero que ya le quedó chico. Su mamá le plancha las camisas y le sirve desayuno a las 5 A.M. Su hijo, como si él trabajara en el INP, le lleva la ropa de trabajo y un bolso, día a día, desde San Bernardo hasta el centro de Santiago.
Hasta ahí todo bien, pero la historia de Erwin va más allá. Se resume en un desafío épico, riesgoso y tan utópico como cruzar la cordillera corriendo. ¿De qué se trata? De correr, como finalmente lo hizo, 24 horas consecutivas.
Fue en el desierto de Arizona, un lugar de altísimas temperaturas durante el día y de bajísimas temperaturas durante la noche, un lugar al que los meteorólogos llaman de alta oscilación térmica. Hasta allí llegó Erwin, con su gorrito del INP y la bandera chilena, a extremarse al máximo, a matarse corriendo, 24 horas consecutivas.
Ni los vómitos ni los calambres de las primeras ocho horas de competencia (¡ocho horas gastando zapatillas!) fueron obstáculo para que Erwin se levantara de la camilla, pasara como avión por el lado de los típicos gringos que caminaban la pista, hasta alcanzar el segundo lugar.
Exhausto, agotado como pocas veces he visto a un hombre, Erwin cruzó la meta con la bandera chilena como segunda piel. Se agachó, besó la pista, miró al cielo para encontrarse con sus seres queridos y, finalmente, se persignó como agradeciendo poder contar la gracia. Lo había hecho, sintió lo que siempre quiso sentir, el cansancio que significa estar todo el día corriendo.
¿Y qué? podrán decir algunos. Que este tipo de ejemplos, éstos casos de esfuerzo y tenacidad están frecuentemente eclipsados por las frivolidades de la farándula, por la pelea chica e innecesaria que contamina, todos los días, gran parte de los medios de comunicación.
Ojalá que a partir de este trabajo, Erwin sea más apoyado, corra más acompañado y finalmente, sea un poco más feliz. Por mi parte, sólo puedo prometer una cosa: que cuando pase corriendo por el centro le voy a gritar ¡Run Erwin, Run!