Estamos de acuerdo. No se trata de Al Qaeda, ni de ETA ni de ningún otro grupo similar. Afortunadamente. Sin embargo, y no sé si es peor, no sabemos quiénes son. Sólo sabemos que, en una especie de ruleta rusa, pedrada rusa mejor dicho, juegan con nuestras vidas mientras circulamos por las diferentes carreteras del país. Sí, me refiero a los descerebrados que, como
hoy, lanzan piedras a la autopista, jugando quién sabe a qué.
El caso más emblemático de todos es el de
Gladys Valk, una joven madre que circulaba junto a su esposo e hijo por la Autopista Central. De pronto, sin percatarse (salvo por el estallido del parabrisas) su vida cambió para siempre y hoy, porque tuvo suerte, sigue viva aunque con series dificultades no sólo motrices, sino intelectuales y económicas también.
Freddy Gajardo Véliz no corrió la misma suerte y hoy sus restos descansan en el cementerio de Quilpué.
Nancy Herraz salvó con vida, pero ha tenido que reconstruir su deformado rostro, producto del impacto de la piedra, al menos cuatro veces y, al igual que Carla Roasenda (la primera víctima de éste tipo de ataques)
aún está en litigio con la concesionaria, en una versión post moderna de David contra Goliat.
No importa en cuál sea. Puede ser en la Costanera Norte, en la Autopista Central, en la del Sol. Es lo mismo. Todas, en una u otra medida, han sido propagonistas de la misma noticia.
Y el punto no es poner guardias en cada paso sobre nivel, ni cámaras ni encapsular los pasos peatonales sobre el camino. No es la idea. Tampoco, como ya se ofrece en el mercado, instalar vidrios anti robos o anti piedrazos como éstos. En un país desarrollado, como se espera que seamos en unos años más, éstos casos no son noticia, no son tema, no son. Así de simple, no son. Acá tampoco deberían ser.
¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Es muy difícil? ¿Qué hay que hacer? ¿Basta con la educación y todo eso? ¿Estamos seguros mientras pasamos por un paso bajo nivel? Yo por lo menos, no.
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