Como si no hubiesen bastado las semanas de atraso con las que por fin pude conocer el resultado de mi tesis, una vez con el 6,7 en el bolsillo, me vi obligado a recorrer el tour burocrático que significa conseguir los papeles necesarios para obtener el dichoso cartón de periodista.
Por comodidad, ya que me quedaba al lado del edificio de mi universidad, llegué hasta la otrora temida Dirección General de Movilización Nacional, la misma que informaba a los ciudadanos nacidos en tal año, concurrir al cantón de reclutamiento más cercano a sus domicilios, quienes poco y nada tenían que ver (y querer) con la disciplina marcial.
Por suerte, pensé, tuve que ir a buscar un certificado de situación militar al día por estos años. Ni siquiera me gustaría imaginar el edificio aquel en los años de gloria del Comandante en Jefe Benemérito. Hoy, cuando el 2003 se despide con la última provocación de Pinochet sin los resultados esperados en su fundación, en la sede castrense se respira olor a pintura fresca, los milicos son capaces de dejar escapar uno que otro gesto amable y el trámite fluye. Sin embargo, al igual que cuando postergaba mi deber con la patria, sigo pensando que los casi dos mil pesos que tuve que pagar son demasiado para una firma roñosa y hecha con un miserable lápiz Bic más encima.
La segunda parte del tour me llevó hasta el corazón mismo de la educación nacional. Allí, a pasos del Palacio de La Moneda, un guardia experto en estas lides, escondido bajo un tímido cartel de informaciones, me entregó una fotocopia mal recortada que me indicaba la dirección exacta dónde debía retirar mi certificado de licencia de enseñanza media. ¿Quién puede enorgullecerse de conservar una de las primeras hojas que se pierden en el cajón que contenía las osamentas escolares?
Esta vez las dos lucas valieron la pena. Digo, porque obtener el dichoso documento fue una de las mejores representaciones del absurdo que he visto en mi vida. Hay que partir diciendo que esta vez el guardia estaba rodeado por una quincena de señoras (bolsas y cabros chicos incluidos) deseosas de obtener información. Al tipo le daba lo mismo y sólo se limitaba a entregar uno de los dos formularios que ocupaban gran parte de su minúsculo escritorio.
Llené la hoja con esperanza. El cubículo número cuatro, el que recibe los formularios que había llenado, era una isla en medio del caos que reinaba en el cubículo número tres, por ejemplo. Omití la advertencia de una de las señoras que me dijo que hiciera la fila que ella estaba haciendo, que en el N º 4 no iba a obtener nada. Efectivamente, tras leer sólo uno de los más de veinte casilleros que tenía el formulario, el tipo detrás de la mesa me dijo que hiciera la fila en el N º 3, que con suerte mi expediente aún estaría en la base de datos. Plop! El funcionario en cuestión basa su trabajo en leer un número (el año de egreso de la enseñanza media) y enviar a los contribuyentes a la fila del lado. Jugar con el botón de atención al público y vociferar los turnos correspondientes, debe ser la parte más tediosa de su jornada.
Me debo considerar afortunado, ya que mis antecedentes aún no descansan en un archivador olvidado quién sabe en qué oficina dentro del ministerio. Salí airoso de esta segunda etapa no sin antes gozar con la cara de hija y madre pituca en medio del desorden de esa oficina. El agrado fue compartido por otro de los funcionarios presentes en la planta, de ocupación desconocida, salvo rascarse los bolsillos.
Orgulloso, dirigí mis pasos al último eslabón de la cadena de trámites que configuran la carpeta necesaria para titularse. Debía conseguir un certificado de nacimiento. Pensé en la oficina ubicada en Huérfanos, justo frente al puente peatonal que cruza la Panamericana, pero desistí debido a las malas experiencias previas: una con motivo de la renovación de mi carné de identidad y otra para tener un certificado de antecedentes, siempre en blanco, por supuesto.
Como estaba cerca, llegué hasta la oficina que se ubica en la calle más breve y de nombre menos conocido del microcentro santiaguino: Almirante Gotusso. Había ido una vez para sacar pasaporte, arriesgué un bochorno de marca mayor tratando de obtener un certificado de nacimiento, pero qué diablos, estaba ahí y me acerqué al más preciso y amable de todos los guardias que consulté esa mañana.
El hombre me dijo que consultara en la oficina de legalización o algo parecido. Un cuartucho de diez metros cuadrados con dos secretarias (aunque una valía por dos por su físico y la otra por ninguna, ya que todo lo que hacía era consultado previamente con su colega. Tal parece que los cursos de capacitación no habían surtido efecto en la señora aquella). Ambas, como es de suponer, estaban premunidas de sus respectivos computadores en ambiente DOS y un set de papeles autoadhesivos amarillos.
Varias veces pensé en el fracaso de mi empresa en aquel lugar. La poca cantidad de gente, la inexistencia del típico surtidor de números para la atención del público y otros indicios como la celeridad de las funcionarias, me tuvo a punto de agarrar mi mochila y huir antes de hacer el ridículo.
Como no entraba nadie e iba a estar a solas con las secretarias, decidí consultar. Me repetí una y otra vez aquello que no hay peor diligencia que la que no se hace. Me senté frente a la empleada fiscal hasta verme reflejado en sus enormes lentes. Tímido, apenas con un hilo de voz, dije que necesitaba un certificado de nacimiento. Ella dudó. Miró hacia uno de los costados (el que ocupaba su gigantesca impresora) y como había sido su tradición, le consultó a su compañera ¿Emites tú los certificados para no cambiar el papel?
Sentí un alivio enorme. En el corazón de la ciudad, en pleno mediodía, lograba el mismo certificado que en cualquier otro sitio costaría fácilmente una hora y yo lo tenía en apenas cinco minutos.
Para colmo, la secretaria era simpática. Me dijo para qué quería el documento. Para titularme, le respondí. ¿Abogado? Me preguntó (no la culpo, ya me lo habían dicho antes). Periodista, repliqué elocuentemente. Ah, te gusta el cahuín; agregó ella con un tono fiestero propio de su día (era el día de la secretaria). ¡No! Eso no. Terminé y guardé mi certificado en la agenda.
Lo juro, es verdad. No me gusta el cahuín. Me gusta escribir.