Para Mauricio, Cristián y Jaime, compañeros y amigos periodistas, porque juntos crecimos y compartimos anécdotas tanto o más sabrosas que esta.
Era una buena idea. Aprovechar la credencial de Claudio para ir a los últimos minutos del partido que se había suspendido por el botellazo que le tiraron a uno de los jueces de línea, era una buena idea.
Llegamos como de costumbre, en uno de los móviles que transportan a los periodistas y que por alguna extraña razón -sospecho del cartón con el logotipo del canal sobre el parabrisas del vehículo- le llama tanto la atención a la gente. Para mí, un humilde periodista en práctica, aún era extraño (pudoroso para ser más preciso) que me miraran como si fuera el galán de la teleserie de turno.
Nos bajamos, Pablo, Patricio y yo, decididos a ver uno de los partidos más raros en la historia del fútbol chileno. Ni para comprar un maní alcanzaba, total, sólo iba a durar un poco más de treinta minutos.
Algo que me llamó mucho la atención fue la cantidad de carabineros (efectivos policiales dirían algunos colegas) que circulaban alrededor del estadio. Era raro, ya que si se trataba de un partido sin público, el peligro o eventuales desórdenes eran casi nulos. Nunca pensé que ser periodistas nos convirtiera en sospechosos. En fin, para el Intendente de aquel entonces, probablemente, era importante dar una impresión de seguridad en una taza de leche, mientras en la población más cercana, la cosa hervía.
El asunto es que llegamos a la puerta de acceso a la prensa, cuerpo privilegiado en este tipo de casos, ya que éramos los únicos capaces de entrar al estadio y presenciar los estertores del dichoso partido.
Juro que nunca vi un tipo más pesado que ese. El funcionario de la ANFP, que ostentaba una enorme credencial sobre su chaleco -shaleka para él- nos negó el ingreso, pese a que contábamos con el fax que se envía en estos casos, precisamente, para permitirnos el ingreso a los periodistas acreditados.
El problema era grave porque hasta Patricio, el editor, se empezó a enojar con la actitud prepotente del tipo. Pensé que el asunto se destrabaría cuando Patricio se acercó a hablar con el presidente de Palestino. Sin embargo, ante la impotencia de los tres, el dirigente le dijo que poco y nada podía hacer en este tipo de casos.
Fue cuando en una de las pocas cesiones que permitió el funcionario, dijo que podían ingresar sólo quienes contaran con una credencial, como la suya, que avalara la condición de empleados del canal.
Siendo franco, pequé de ingenuo, apresurado y de todos los males del periodista que sale no más, sin chequear su material de trabajo. Patricio y Pablo, como periodistas contratados, poseían el afortunado cartón rectangular plastificado (foto tamaño carné incluida) que les significó entrar. Yo, como un practicante más del canal, con suerte podía tener una libreta de anotaciones y un lápiz con el logotipo. Era lo único que me podía servir como salvoconducto.
Obviamente, el funcionario aprovechó su condición de privilegio y autorizó el ingreso de mis compañeros, mas no el mío. Dijo claramente “ustedes sí, él no”. Se me vinieron a la mente las frases más clichés y picantes que se han dicho sobre el periodismo, que es un apostolado, que hay que sacrificarse y un montón de leseras de ese tipo. Miré a Patricio y a Pablo como el niño que entra el colegio por primera vez y se despide de sus padres. Incluso, es probable que se me haya arrancado algún puchero, pero fue cuando ya me había dado vuelta, todo con tal que no me viera la cara de derrotado el funcionario de la shaleka.
Como el Estadio Santa Laura está enclavado en medio de una cuadra como cualquier otra del Santiago antiguo, decidí dármelas de turista y recorrer la manzana que circunda la cancha con toda tranquilidad. Tenía más de treinta minutos por delante y mucha rabia como para quedarme mirando la puerta por la cual no pude atravesar.
Era un día a mitad de semana y los restos de la feria que seguramente se había instalado toda la mañana en el sector, me sirvieron para desahogarme un poco. Pateando papas, zanahorias y una que otra lechuga podrida alivié en gran parte mi impotencia. “Ustedes sí, él no” todavía rebotaba en mi cabeza como la peor parte de una pesadilla a plena luz del día.
Fue en una de las calles adyacentes el estadio que me acerqué al bus que, por lo que pude comprobar más adelante, transportaba la delegación de Palestino. El chofer, tan aburrido como yo probablemente, tenía prendida la radio del vehículo, así es que decidí sentarme en la cuneta para escuchar el relato.
Las dueñas de casa del sector, acostumbradas a este tipo de visitas, continuaban con sus rutinas como si nada extraordinario sucediera. Regaban el antejardín, iban y volvían del almacén y barrían sus veredas. Ni para los mocosos del barrio el partido era un acontecimiento. Andar en bicicleta y jugar a las escondidas era más entretenido que escuchar el partido que, un par de metros más allá, pasando la pandereta, se estaba desarrollando.
Quizás sea necesario señalar que no se trataba de una pichanga ordinaria. Palestino y Universidad de Chile luchaban en la liguilla por un lugar en la próxima Copa Libertadores, así es que habían cosas importantes en juego.
Ese era el comentario de uno de los carabineros a otra colega, que igual que yo, consideraba demasiado grande el operativo que la tenía de punto fijo en una de las calles más tranquilas de la ciudad.
Recuerdo que fue uno de los relatos más extraños que he escuchado en mi vida. Eso porque mientras por un oído escuchaba la radio, por el otro oía el mismo sonido, pero en vivo y en directo. Los gritos de los jugadores, uno que otro aplauso desde la tribuna y los pitazos del árbitro tenían eco para mí y para todos los que estábamos en la cuneta aquella.
Tal vez sea demasiado fanático y, por lo mismo, busque más allá de las posibilidades, pero creo que entre el olor a cemento recién mojado, a caucho caliente e incuso, a guano de caballo, salía olor a fútbol. Esa mezcla rara entre pasto, café, tabaco, sudor y adrenalina se olía en el ambiente aquella tarde de primavera santiaguina.
Ese aroma, grato por cierto, me llenaba de alegría pese a lo incómodo de la situación que había vivido hace un rato. Ya me imaginaba las bromas en el almuerzo del día siguiente. Creo que pasé a la historia como uno de los pocos periodistas que no pudieron entrar al estadio por no llevar una credencial del canal.
El partido se mantuvo en ventaja para Palestino (1-0) y todo se decidiría en un par de días más, cuando la U hiciera de local en el mismo Estadio Santa Laura. En lo que a fútbol se refiere, hubo poco y nada de que jactarse. Calculadora en mano, los tricolores se aferraron a un resultado más que positivo y alentador para sus chances de llegar a la Copa Libertadores y más que a otra cosa, se dedicaron a especular. Universidad de Chile, a su vez, continuó demostrando esa falta de finiquito que la caracterizó y no pudo llegar con peligro al arco que defendió Leonardo Cauteruchi.
Después de escuchar los dos pitazos que simbolizan el final del partido, me fui hasta la misma puerta donde me separé de mis compañeros, quienes como todos los escasos asistentes, venían con cara de aburridos y lateados.
“No te perdiste de nada del otro mundo”, me dijo Patricio como consolándome innecesariamente. Ya me había dado cuenta de aquello.
Nos subimos al auto de regreso al canal y los dos me preguntaron sobre qué había hecho mientras se jugaba el partido. “Nada”, respondí tratando de quitarle dramatismo al hecho, “me senté a escuchar el partido en la vereda”, agregué. “Eso era más entretenido que ver el bodrio que vimos”, dijo Pablo.
Parece que tenía razón.
Nota:
Los partidos en cuestión, se jugaron en el Estadio Santa Laura, el 11 y 13 de diciembre de 2001. En el partido de ida, Palestino ganó 1-0, mientras que en la revancha, Universidad de Chile se impuso por 3-0 y clasificó a la siguiente fase de la liguilla.
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