Uno de los mayores gustos que me he dado aquí, en Madrid, fue ir al estadio Santiago Bernabéu. Fui al recorrido turístico que organiza el club merengue, pero el círculo no estaba cerrado si no asistía, como un hincha más (aunque en éste caso sea del fútbol, ya que le voy al Barcelona) a un partido. La Copa del Rey y el Athlético de Bilbao fueron la excusa ideal para saciar la sed futbolera. Además, a sólo 10 Euros la entrada, habría sido un pecado imperdonable no haber ido.
Apenas me acerqué a la cuadra que colma el recinto deportivo, sentí lo mismo que siento cuando atravieso la reja de entrada a San Carlos de Apoquindo o lo mismo que se siente cuando uno camina por Avenida Grecia, rumbo al Estadio Nacional. La pasión del fútbol, aquí y en la quebrada del ají, es la misma.
Lo que es distinto es al condimento culinario para una jornada de fútbol. Lejos del típico maní tostado, salado o confitado, los españoles son más asiduos a las patatas fritas, a los confites (sí, confites y golosinas de todo tipo, dispuestas a granel y vendidas en porciones de 100 ó 250 gramos). Bebidas heladas pese al frío reinante en la noche invernal madrileña y agua mineral son los únicos bebestibles a la venta fuera del estadio.
Por supuesto, máxime si se trata de un club hiperglobalizado como el Real Madrid, en las inmediaciones del Bernabéu se vende todo tipo de merchandising merengue. Boxers con el número 23 de David Beckham (como si de un afrodisíaco se tratara), camisetas de todos los astros, ajuares de bebé, llaveros, gorros, bufandas, tazones y, en general, todo aquello que con una insignia madridista pueda venderse.
Como llegué con la suficiente anticipación, tuve tiempo de ver la llegada de los equipos al estadio. Los policías cierra, inflexiblemente la entrada a la calle mientras el bus madridista, y también el visitante, llegan. No hay turista ni Mercedes Benz que sea capaz de quebrantar ésa orden. Bien.
En eso estaba, esperando el paso del bus que traía a Robinho y compañía, cuando, como si hubieran caído de una nube, llegaron unos quince japoneses -premunidos de sendas cámaras fotográficas digitales, obvio- que lo único que decían más o menos bien era "Bécam, Bécam" y una serie de interjecciones de júbilo.
Apenas abrieron las puertas de la torre D, una de las dos esquinas del fondo norte del Bernabéu, entré. Me registraron la bolsa que llevaba y me abrieron la botella de bebida para darme la autorización de seguir mi camino. Subí, por escaleras mecánicas, hasta el sector que me correspondía (todo el estadio está numerado) y de inmediato, un asistente -no me atrevo a llamarlo guardia, no protegía ni vigilaba nada porque nadie anda en plan maligno ni nada de eso- me indicó mi lugar. Quedé casi justo al medio del arco, a unos treinta metros de altura, pero a muy poca distancia de la línea de fondo. Imagino que algo paecido debe pasar en La Bombonera.
De repente, así de improviso, sentí un calor sobre mi cabeza. Afuera, el frío reinaba y el mercurio no pasaba los cinco grados celcius. Cuando miro hacia el techo del estadio, paf! una bofetada de sorpresa, grata sorpresa por cierto, me golpeó. El estadio tiene calefacción. Sí, así como suena, el estadio cuenta con estufas a gas, ubicadas debajo del techo, para los hinchas. En distintos ángulos para que las disfruten los asistentes de todos los anfiteatros, el calor le llega hasta a el más alejado de los hinchas.
Palcos acondicionados con muy buenasmozas anfitrionas, perfectamente uniformadas, cerveza, vino, Pepsi, patatas fritas y aceitunas, son otro de los lujos del Bernabéu. Lo mismo que sus baños, bares (se vende cerveza dentro del estadio) y, en general, todas sus instalaciones son igualmente impecables.
En lo que a fútbol se refiere, el Madrid pasó a cuartos de final tras golear 4-0 al Bilbao. ¿El mejor de la cancha? Guti, que fue reemplazado por Zidane en uno de los momentos altos de la jornada. Robinho en lo suyo, igual que Gravesen, un ejemplo de que cualquier patadura puede llegar a ser titular en uno de los equipos más importantes del mundo.