Nadie puede dudar de los méritos que llevaron a Bob Woodward y Carl Bernstein, dos jóvenes periodistas del Washington Post, a obtener el premio Pulitzer en 1973 como autores del escándalo que terminó con la presidencia de Richard Nixon y que se conoce mundialmente como Watergate. Sin embargo pocos reparan en la importancia de una mujer tímida, que convirtió al Post en una de los imperios periodísticos más grandes del mundo.
“I am not a crook” (no soy un ladrón) dijo Richard Nixon la tarde del 8 de agosto de 1974 cuando, a través del que fue probablemente el discurso más visto de la televisión norteamericana, renunciaba a su cargo de Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.
Los culpables, Bob Woodward y Carl Bernstein, fueron los primeros periodistas capaces de llegar hasta las últimas consecuencias con tal de llegar al fin del asunto y sancionar, sin importar el costo, a los culpables.
Escudados en una de las grandes premisas del periodismo de investigación, el interés público, Woodward y Bernstein sabían que si el Presidente de los Estados Unidos era capaz de cometer un delito, así también debían ser capaces de sancionarlo.
Nace el escándalo
El 17 de junio de 1972, en las oficinas del Comité Nacional del partido Demócrata, en el Hotel Watergate de la ciudad de Washington, cinco hombres fueron detenidos por espionaje político, instalando aparatos de intervención telefónica.
Se comprobó que los hombres trabajaban para el comité de reelección de Richard Nixon, que Jhon Mitchell (el fiscal general de Estados Unidos) estaba al tanto de todo y que las conversaciones capturadas no sólo eran escuchadas en el comando, sino en la oficina oval, el despacho del Presidente de Estados Unidos en la Casa Blanca.
A través de más de 400 notas publicadas entre 1972 y 1974, Woodward y Berstein desenmarañaron la estrategia de Nixon para acallar a sus más enconados rivales políticos (los demócratas) integrantes de la famosa lista negra de Nixon.
Uno de los elementos fundamentales en los que se apoyaron Woodward y Bernstein fue el uso de una fuente anónima, la célebre “Deep Throat” (garganta profunda). Un informante anónimo, con el que según cuentan, se juntaban a utilizando símbolos como colocando un macetero sobre un balcón en medio de la noche.
Sobre garganta profunda, ni Woodward ni Berstein han querido revelar su identidad debido al compromiso adquirido, hasta el día que fallezca o hasta que los libere de la responsabilidad. Muchos creen que se trató de una invención de los periodistas, aunque otros se atrevieron a probar suerte con nombres como Alexander Haig (jefe personal de Nixon, William Cassey (ex director de la CIA) o Fred Fielding (un consejero de la Casa Blanca). Incluso, para Jacob Bernstein, hijo del periodista, se trata de Mark Felt, el hombre número dos del FBI en la década de los setenta.
Sin embargo, las palabras de Bob Woodward sobre las fuentes anónimas son categóricas y demuestran la cuantía de la calidad ética y profesional del periodista del Washington Post: “Funcionan si es posible comprobar lo que dicen. Como con frecuencia la gente que ocupa posiciones en el gobierno no quiere hablar con franqueza sobre lo que está pasando, uno necesita fuentes que se lo cuenten anónimamente”.
Lento pero seguro
Pero las enseñanzas de Woodward no se quedan sólo ahí. Consultado sobre los instrumentos del periodismo de investigación en nuestros días, respondió: “Paciencia, paciencia, paciencia. Volver una y otra vez a las fuentes, buscar toda la documentación existente, buscar explicaciones alternativas a los hechos y ponerlo todo en su contexto”.
Para Woodward hoy todo es más rápido y, con la incorporación de los periódicos digitales (por internet) se acelera todo el proceso. “La velocidad no es siempre la fórmula para alcanzar la verdad. A menudo, es un obstáculo. La velocidad nos impide a veces alcanzar la verdad”
A Katy lo que es de Katy
Cuando Katherine Graham, entonces editora del Washington Post, recordó el proceso que significó el caso Watergate, una pregunta le llegó a la cabeza: “Si esta es una historia tan extraordinaria, ¿Qué están haciendo los otros medios?”.
Graham, hija del primer Presidente del Banco Mundial, quien compró el diario e 1933; empezó a trabajar para el Post el año 1939. Un año más tarde se casó con Phillip Graham, un graduado en leyes de Harvard que debido a su característica inestabilidad emocional terminó suicidándose en 1963.
Asumió entonces como directora del Washington Post, sin dejar de lado su timidez y hasta cierta inseguridad. Características impropias cuando se piensa que fue ella quien, ante la negativa del gobierno de Nixon para que se publicaran en el New Yok Times los alcances de la intervención estadounidense en Indochina, remontada hasta la década de los cuarenta en un hecho inimaginable para la comunidad estadounidense, se atrevió a publicarlos en el Post. El hecho, ratificado más tarde por los tribunales, se recuerda como un verdadero triunfo de la libertad de prensa.
En pleno Watergate, entre 1972 y 1974, Graham recibió amenazas personales de Jhon Mitchell, el fiscal general de Estados Unidos, para que nada de lo que Woodward y Berstein se publicara. Ella, afortunadamente, no cedió.
En 1991 Katherine Graham dejó la dirección del Washington Post en manos de du hijo Donald, para dedicarse a la redacción de su autobiografía, hecho que le valdría ganarse el premio Pulitzer de 1998.
El año pasado, a los 84 años de edad y debido a una caida que le golpeó la cabeza mientras caminaba por las veredas de Sun Valley, Katherine Graham murió en un hospital de Boise, Idaho.
El trsite hecho, que provocó una intervención del Presidente Bush, fue recogido en la portada del Post con la frase: “Muere Katherine Graham: Una pionera con coraje, influencia y humildad”.
Según mi opinión, no basta sólo con tener una gran historia sino que además es necesario contar con las agallas (como las que tuvo Graham) para soportar las presiones de los hombres más poderosos del mundo y salir adelante con el trabajo periodístico, confiando siempre en que el interés público y la revelación de elementos ocultos serán los objetivos más importantes de la investigación.