No sé si fue culpa de mi afán de reconciliación con la literatura fuguetiana -estoy leyendo Las Películas de mi Vida y hasta el momento, no me parece una mala novela y, peligrosamente, estoy en las últimas cincuenta páginas del texto- o si fue porque leí la columna de Mouat en la revista Sábado. Tal vez sea una mezcla de ambos, sumado a la inevitable sensación de vitalidad y nostalgia, ganas de pensar, que entregan estos días preprimaverales, una especie de adelanto o preview de la estación de las alergias y los volantines. No sé po qué, pero me dieron ganas de escribir acerca de un hito importante en mi vida relacionado con los viajes, como queda claro en el título, ¿o no?
Contra todos los pronósticos no fue mi viaje de gira de estudio. Tengo una especie de trauma o rebeldía con el concepto, ya que por razones políticas fui excluido de la travesía que llevó a mis compañeros por el sur del país. No es para tanto, lo que pasó es que mi papá, por ese entonces presidente de los apoderados del curso y para no desobedecer las instrucciones de las autoridades del San Marcos me dejó afuera del bus. ¿Triste? Se supera, no es fatal.
Estaba en la Católica, estudiando letras y los fines de semana trabajaba en Falabella. Así me pilló una especie de premio de consuelo que me dio mi padre, les dije que se superaba, y que consistía en ir a Ecuador, a Quito, a propósito de un seminario de literatura hispanoamericana que se celebraría en una de las universidades de la capital sudamericana.
Me acuerdo que partimos un viernes. Era fin de mes o el último día de él, día de pago y yo, orgulloso cambié mis dólares en el Alto Las Condes para gastar a mi antojo en Quito. No era mucho, pero me sentí adultamente responsable haciendo el trámite.
Ya en el avión, Jorge, Felipe y yo, nos adelantamos a la juerga quiteña y pedimos unos sendos Cuba Libre en el vuelo de Saetta. Fue una opción riesgosa, sobre todo si consideramos que aterrizábamos después de cinco horas y a más de dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, como si fuéramos atletas de alto rendimiento (juro que ninguno andaba ni en la periferia del concepto) nada nos afectó.
No pudimos conocer mucho la ciudad, porque llegamos de noche y nos enclaustramos en el hotel cuyo nombre no recuerdo, pero sí su recepcionista a quien bautizamos como ¡Jesuscrhist! La talla nace porque bajamos al lobby con el fin de pedir ayuda para conseguir una pizza. Es sabido que la comida de los aviones, por lo menos en los de bajo precio, es mala y escasa, así es que no encontramos nada mejor que, así como una especie de Kevin Mc Allister triplicado, pedir una pizza. El hombre, un joven al que no le importaba trabajar de noche por tan poca plata, así es que probablemente no tenía profesión ni nada que lo relacionara con el turismo, nos dio un par de datos para conseguir nuestro alimento. Sucesivamente, los intentos fallaban, ante lo cual nuestro anfitrión resongaba en spanglish: ¡Jesuschrist!
Eso no fue nada si me acuerdo del primer día en la universidad. Imagínense lo que puede ser una ceremonia de inauguración de un seminario literario en una universidad de una ciudad como Quito. Para colmo, en medio de los discursos de bienvenida de rigor, sentimos una explosión y el estallido de los vidrios. ¿Qué pasó? Después que las infaltables viejas histéricas hicieran su show, descubrimos que los bocadillos que se preparaban para el cóctel estaban regados por el suelo. Un balón de gas explotó, causando la quebrazón de la puerta principal de la sede. Nada muy serio, pero sí muy chistoso.
Tan inolvidable como lo anterior es la comida callejera quiteña. No hablo del típico plátano frito, sino de Kentuckys Fried Chickens venidos a menos en los que junto con el pollo, se ofrece una generosa porción de arroz, sí, escribí arroz; y lentejas, sí, otra vez el dato es correcto. Arroz y lentejas con pollo asado ¿Papas fritas? Hay, pero son caras y malas, comparadas con el arroz y las lentejas. Ni hablar de las hamburguesas callejeras. Si me hubiera visto mi mamá, me llevaba de urgencia a la Clínica Santa María (debe ser porque me operé de apendicitis ahí que en casos más graves, siempre y a nivel familiar vamos a ésa clínica).
Las primeras dos noches estaban aseguradas en el hotel del Jesuschrist, así es que en ese plazo nos dimos la molestia de buscar un alojamiento piola. Varamos en un hostal decente antes de llegar a una bien acondicionada pieza que unas compañeras más cuicas que nosotros y que llevaban mucho más tiempo que nosotros en Ecuador, habían desocupado porque se les estaba acabando la plata. Ustedes saben lo que pueden hacer tres mujeres con varios días por delante y una tarjeta de crédito en el bolsillo.
El único pero del lugar, que era gentilemente atendido por su propia dueña, era que colindaba con una especie de burdel. Las prostitutas del lugar nunca nos hicieron atados y nosotros nos reíamos de la mala calidad de la construcción, escuchando a través de las paredes el show de cada noche.
Una de las jornadas más esplendorosas fue cuando llegamos al restorán de un chileno patiperro que apostó y ganó en Quito. El hombre, a cambio de un par de minutos de conversación sobre Santiago nos dio el plato más rico que haya probado en mi vida. Al menos está en el top ten. Camarones a destajo, harto aliño, jugo de fruta fresca... un pecado cercano a la gula.
Las fotos de rigor, con un pie en un hemisferio y el otro en el otro, fueron en uno de los hitos más piolas del país demarcatorio. No fue en la típica mitad del mundo que anunciaban las malas y chicas micros que también, así como las de Santiago, pululaban por el centro. Fuimos a uno más top, a medio camino de un tour que contratamos el fin de semana antes de las actividades en la universidad. El guía, que no recuerdo cómo se llamaba, nos preguntaba así como me imagino que se preguntaba gran parte del mundo a esas alturas, sobre Pinochet.
Sobre mujeres no puedo opinar mucho. Con las chilenas que andábamos, un estándar dentro de lo que significa el género en el Campus Oriente, nos floréabamos delante de los negros que sí se volvían locos por nuestras compatriotas. Fuimos, los hombres del grupo, una especie de guardaespaldas ad honorem, a cambio de un par de cervezas y una buena conversación en las respectivas piezas.
En definitiva, Ecuador es un país bellísimo, de gente amable y mucho más educada y amigable que los peruanos o bolivianos. Es un país barato, sencillo y al que, por algún motivo, volveré. Quedé con ganas de bajarme en Guayaquil y cuando vaya no me asustaré como esa vez por la cercanía de la pista al río. Por momentos pensé que el avión se caía al torrente y, en vez de botes salvavidas, íbamos a tener que tomar una de esas tortugas gigantes, típicas de la zona.
Ir a Buenos Aires con los gastos pagados gracias a un premio académico junto a mi polola fue otra gran experiencia, pero igual que Mouat, me la jugué por uno de los primeros viajes de mi vida. Viajes en serio, porque ir i volver durante una tarde desde Arica a Tacna, además de ser tedioso y nada grato, no es viaje. Seguramente, los primeros viajes y así como los amores son los mejores. Este, también, es el caso.