Escribo estas líneas a más de 24 horas de la hazaña del dobles y con menos tiempo para reponerme después del triunfazo de Nicolás Massú. Lo elegí así, pensando que iba a fluir un poco menos de emocionalidad, pero me doy cuenta que es algo prácticamente imposible. ¿Cómo no?
El fin de semana recién pasado, 21 y 22 de agosto, quedará grabado en la memoria colectiva de todos nosotros los chilenos, quitándole un poco de espacio a aquella fría tarde de 1994 cuando Zamorano -con su golazo incluido- se coronó Pichichi y campeón con el Real Madrid y también le quitará espacio a ese mediodía de marzo, cuando derrotando nada menos que a André Agassi, Marcelo Ríos alcanzó el número uno del ránking mundial.
Sin embargo, y éste es el principal mérito de lo sucedido en Atenas, las circunstancias que rodearon la obtención de las primeras medallas de oro olímpicas fueron dignas de la más dramática epopeya.
Independientemente de las condiciones climáticas, del famoso viento que soplaba en las canchas griegas y ese tipo de factores, tanto González como Massú sorteron escollos tan grandes como Andy Roddick (número dos del mundo), Gustavo Kuerten (ex número uno del mundo) y Carlos Moyá. Si a ello le sumamos los rivales que cayeron en el cuadro de dobles, incluidas las dos mejores parejas del mundo, si le sumamos el cansansio natural, la torcedura del tobillo, que esto, que lo otro...
Por citar el ejemplo más demostrativo de la cuantía del triunfo en dobles, la pareja chilena levantó cuatro puntos de partido en contra para ganar el cuarto set en el tie break y después, en el quinto, terminar por ganar el partido. Lo mismo podemos decir en el caso de Massú, un luchador que se agrandó en el momento más adverso de todos y terminó comiéndose a su rival estadounidense, que poco y nada entendió de la actitud del viñamarino.
Es precisamente por todo lo anterior, por las dramáticas circunstancias que adornaron el triunfo chileno que se justifican todos y cada uno de los festejos que improvisada y espontáneamente surgieron a lo largo de todo el país. Me quedo con dos frases, la de una niña de cinco años que decía que esto es lo más grande que le ha tocado vivir y un agradecimiento, entre lágrimas, que señalaba el orgullo que significa ser chileno después de lo de Atenas.
Estoy completamente seguro que las palabras del Presidente Lagos, así como las conclusiones que se obtendrán de los numerosos debates y foros que se organizarán de ahora en adelante sobre el tema nos deben obligar a mirar las cosas desde otro punto de vista.
Si en algo puede ayudar el oro olímpico es a que, de una vez por todas, seamos más optimistas y responsables con nuestras capacidades y virtudes. A veces siento que sólo a través de una ocupación como turista itinerante podría aquilatar todo lo valiosos que somos como país. A veces siento que no nos haría mal escuchar las loas que llegan desde afuera no sólo para nuestros deportistas, sino para nuestros pintores, poetas, escritores y artistas en general.
Ojalá que después de este fin de semana empecemos a ver el vaso medio lleno. Ojalá que esta sea la lección más importante, que sepamos y nos creamos eso de que querer es poder y que por más pequeños que seamos como mercado, como país, de tanto en tanto tenemos estos goces que nos agigantan mucho más allá de nuestra imaginación, mostrándole al mundo entero el verdadero valor de nuestro país y de nosotros, los chilenos. Y como dijo Solabarrieta: ¡VIVA CHILE MIERDA!