Con mi papá en Costa Rica, mi mamá en los últimos preparativos para mi fiesta de graduación y mi hermana del medio con un brazo enyesado, salvo que el alumno de la mañana a la tarde se convierta en algo que no es, la única alternativa válida para ir a la reunión de apoderados era yo, un neófito en la materia.
Lo primero que tengo que decir es el viejazo que me dio entrar al mismo patio que me vio crecer. Yo conocí el colegio cuando era un par de casas grandes y una buena idea en la cabeza de la monja de turno. Ya en mis tiempos creció y se construyeron dos paballones, uno primero que el otro, teníamos gimnasio y todas esas cosas que ahora están viejas, gastadas como las calles llenas de hoyos. Aún se conserva el nogal que nos daba sombra en las tardes de marzo, noviembre y diciembre. Igual hay caras conocidas entre los profesores, pero el tiempo pasa para los dos lados y eso es muy notorio.
El tema es que la reunión empezó tarde. Atrasada, mejor dicho. La sala era chica y calurosa, ya que recibía el sol poniente. Cuando se dio inicio a ella, éramos apenas una decena de representantes, mas cuando la cosa terminó, ya estábamos cerca del ochenta por ciento. Una de las cosas que me sorprendió, y como diría Nicanor Parra, fue el caraderajismo de algunos apoderados, quienes ni enterados del aparato llamado reloj, entraban como Pedro por su casa a las nueve de la noche, cuando la ceremonia se encaminaba a su fin.
La Tía Pilar, así se llama y le dicen a la profesora jefe, tomó la batuta de la reunión. Nos advirtió que había elección en el centro general de padres y apoderados, así es que tuve que votar. Como mi conocimiento del proceso era igual o menor al que puedo tener sobre el costo del servicio de recolección de la basura en Kualalumpur, voté por alguien como Arturo Frei Bolívar, un candidato que en la sala que yo voté, obtuvo sólo una preferencia, la mía.
No voy a detenerme en las pretensiones grandilocuentes del que podría ser representante del servicio electoral, un incauto que quería designar apoderados, vocales y presidentes de mesa. Así también, haré caso omiso a las inútiles e infantiles intentonas de hacer algo como una cabina secreta o algo similar. Sencillamente idiota.
La cita siguió con la entrega del informe de notas, tal vez, el meollo del asunto. Fue en ese entonces cuando los apoderados se sintieron heridos en su orgullo, porque según ellos, su angelito, una lumbrera que apenas tiene un rojo, pecó como todo el curso con el profesor de física. Entonces, iniciando una improvisada defensa, la colega de historia, la profesora jefe, la Tía Pilar, se quejó de los alumnos, los distraídos, desordenados y flojos alumnos, quienes cuando se está pasando materia piensan en cualquier cosa menos en la ley de Newton o lo que sea.
Y, pensándolo bien, todas las quejas y reclamos contra el profesor de física dejan de tener asidero, dejan de ser válidas y dignas de considerar cuando, en la situación inversa, cuando son los apoderados, los padres de esos alumnos, quienes hacen lo mismo que sus vástagos. Digo, si la delegada de pastoral o quien sea, por muy fome y mal leída que sea su intervención, está ocupando la palabra, nadie puede, nadie debería interrumpirla.
Sin embargo, mientras la susodicha hablaba de la inmaculada y eso, en el fondo de la sala, como los típicos chicos malos del curso, las viejas y los viejos de turno, sacaban al baile a la Carlita Ochoa y al Negro Piñera. Osea, no era precísamente ése el tenor de la conversación, pero el chamullo, la chimuchina, siempre es igual. No puede ser algo bueno.
¿Y se quejan por el profesor de física? ¿Se quejan de la responsabilidad, de la puntualidad, de la seriedad, de la disciplina mientras preguntan si el vaso de Coca Cola viene con mailicia? No me hueveen.
Para colmo, para rematar la ceremonia, la Tía Pilar se mandó la frase para el bronce: "No se olviden de cooperar con la Teletón", dijo, como si hubiera un solo dichoso capaz de abstraerse de las tediosas 27 horas de amor. ¡No hay salud! (Y mi hermana, si no está mi papá para la próxima no tendrá apoderado). Yo quedé curado de espanto.