Lo sé. Sé que no es bueno hablar de uno mismo, ser autoreferente, y de algún modo jactarse de las buenas obras de uno hace. Lo sé. Sin embargo, lo anecdótico y reconfortante de la situación, creo, amerita que sea conocida por todos ustedes, los fieles lectores de mi blog.
Imagino que el tema de las cartas al Viejito Pascuero en el correo es sabido por muchos. Pues bien, una ex compañera de universidad, una amiga, nos convocó a cumplir el sueño de uno de esos niños que escriben, llenos de esperanza, al hombre de rojo.
La petición no era desmesurada ni al extremo detallista como sí he sabido de algunas. El regalo para el niño en cuestión era tan simple como una once para él y sus amigos del block en el que vive. Un poco de ropa, si es que el bolsillo del Viejo Pascuero alcanza, no vendría nada de mal, pero lo importante era compartir con sus vecinos y amigos.
En rigor, habría que decirlo, creemos que la carta fue escrita por la mamá de Jorge, la señora Soledad. Ella, enferma de cáncer, vende frituras en una esquina de su población y, frecuentemente, es la destinataria final de bingos, rifas y cuanta beneficencia exista. Con justa razón, la señora Sole se siente comprometida y quiere que su regalo de navidad sea compartir con quienes antes ya la han ayudado. Un gran gesto, por cierto.
Así, con esos datos y una dirección, llegamos en una caravana que involucró a cuatro vehículos, los 11 viejitos pascueros que nos unimos en esta acción. Nos bajamos y golpeamos la puerta de la dirección que estaba anotada en la carta, la misma que mi compañera empuñaba en una de sus manos como prueba.
Desde el momento que la puerta se abrió, yo por lo menos, me di por pagado. Pocas veces uno tiene la oportunidad de ver esa alegría, esa sorpresa en un rostro extraño. "Yo no pensé que éstas cosas pasaban", nos decía la señora Soledad después de presentarnos y contarles nuestras intenciones.
Ciertamente que nuestra presencia alteró la rutina del block ubicado en el pasaje Legislación. Se podía sentir la duda, la esperanza tal vez, de aquellas madres y de aquellos padres que, por equis razón, se tienen que limitar a ver pasar esta fecha como uno de los tragos más amargos del año, porque el sueldo -si es que existe- no alcanza para regalos ni menos para agasajos.
Con la organización y paciencia propia de las mujeres, mis compañeras, mi polola y otras que no conozco, se dieron el tiempo de envolver en bolsas individuales, un paquete de galletas, una bebida, un puñado de dulces, chocolates y esas cosas que a los niños les gustan y a los dentistas no.
La experiencia ganada en la animación de cumpleaños les ayudó a mis compañeras para entretener a grandes y chicos con las típicas canciones y bailes de los scouts. ¡Premio para el que lo haga mejor! Y ahí estaba otro chocolate de regalo.
Yo, espectador privilegiado de la escena, me preguntaba lo poco y nada que cuesta hacer feliz a un niño... sacarlo del asqueroso traqueteo de la rutina, del polvo de la calle, de la desesperanza, de la amargura y, en dedinitiva, de la injusticia social y la desigualdad de oportunidades.
Me puse denso, pero es verdad. Para muestra un botón. Había una muchacha de 15 ó 16 años, no más. Y ya tenía su hijo a cuestas, un crío de un par de años. El problema es que la joven madre era físicamente idéntica a aquellas empingorotadas adolescentes que van y ganan los castings de la agencia Elite, de esta y la otra. Su única culpa es tener que pasearse en esa indiscreta promiscuidad, tener que vivir en un campamento de cemento. Vivir en Pudahuel.
Y lo peor de todo es que pude ver el pasado y el futuro. Pude ver a esa joven madre coqueteando en medio de los pasillos polvorientos del block, la pude ver jugando con el que probablemente sea el padre de su hijo en medio de las burlas y sonsonetes de los demás niños, cómplices en la escena. Probablemente aquella niña coqueta era la hermana menor de la que tomaba en brazos a su retoño, pero dudo que esa experiencia, esa demostración le sea suficiente para evitarle el paso por la sala de partos en un par de años más.
Volviendo al tema central, entre la comitiva pascuera que llegó hasta el pasaje, estaba un trío de franceses, uno de ellos el pololo de mi compañera. Los franceses, bichos raros en una situación así, fueron la atracción de aquellos que a duras penas hablan bien el castellano y que apenas balbucen un par de insultos en inglés.
"Dialoguen entreustdes", les decían los niños a los extranjeros, sólo para oir, como si estuvieran viviendo una película en vivo y en directo, el champurreo de palabras locas y enredadas propias del francés.
La cosa se transformó en un desafío internacional y llegó el clímax de la jornada. Los tres franceses, emocionados como ellos solos, se pusieron a cantar la Marsellesa. Me acordé del cliché que dice que ésa es una de las mejores o más lindas canciones nacionales. Estuvo cerca, quedó segunda. Sí, porque después de la interpretación gala, vino la chilena, versión coral niños de Pudahuel que superó con creces la que hasta ese entonces era una de las mejores interpretaciones, la de Massú y González en Grecia.
Los niños prácticamente se sacaron la garganta para cantar, con emoción, con alegría, hasta con gallardía creo. Notable, sencillamente notable.
Necesariamente tengo que recomendar la aventura. Tengo que decir que después de este tipo de gestos no es que uno salga con la aureola de santo ni mucho menos, pero sí es cierto que uno sale tranquilo consigo mismo, en paz, con ganas de refutar aquello de plantar árboles y escribir libros. Más importante que eso, hay que hacer feliz a un cabro chico. No cuesta nada y se recuerda para siempre.