Germán Barriga Muñoz aparece en el obituario de este martes 18 de enero de 2005 y, para no pocas personas, la sensación debe ser paradojal. Don Jaime, su alias en la Brigada Purén -uno de los comandos más sangrientos de la disuelta DINA-, se suicidó llevándose a su tumba valiosa información sobre los detenidos desaparecidos y, de algún modo, huyendo de la justicia humana para entrar a los salones del juicio final.
Barriga dejó un par de cartas, su único cable a tierra antes de encaramarse en el balcón del 18 piso y lanzarse al vacío en Las Condes. Los escritos de Barriga no sólo demuestran la angustia y desesperación de quien ve como salida el suicidio, sino que, además, revelan el poder de aquel ya mítico
slogan de los familiares de detenidos desaparecidos: Ni perdón ni olvido.
Efectivamente, con esa contundente frase en sus gargantas, los deudos de sus víctimas -personas a las que el mismo Barriga les bajó el pulgar- llegaron hasta la Avenida Irarrázaval a
funar al Coronel retirado en una de las movilizaciones de este tipo más recordadas por sus protagonistas.
Si a esa condena social le sumamos la tardía pero llegada al fin y al cabo de la justicia (a manos del juez Juan Guzmán cabe destacarlo), si le agregamos la extraña enfermedad de su mujer, la cesantía, los constantes despidos, la vuelta de espalda de sus camaradas de armas y las consecuencias de todo lo anterior, aparece el suicidio como salida.
Sin embargo, creo que el factor más importante en este caso, el factor de más peso a la hora de analizar el hecho, es el peso de la conciencia, de su propia conciencia, negra y asquerosa conciencia.
Barriga, comparable con otros nefastos personajes de la represión como Manuel Contreras o Miguel Krassnoff, cargaba con varios muertos en sus espaldas. Constantemente, en esas noches cuando la vigilia parece más fuerte que la somnolencia, Barriga debió haber sufrido, debió haber constatado que ni todo el entrenamiento del mundo es capaz de hacer llevable el peso de la conciencia, la carga sicológica que significa haberse vestido de verdugo y actuar como tal.
Don Jaime, QEPD, era una pruba viviente de tantos otros en su misma situación. Personas, al fin y al cabo, que se dejaron llevar por una doctrina, por un líder, por una luz cegadora. Lo que nos queda es recuperar a esos Jaimes que siguen paseándose por las calles, cabizbajos, tratando de llevar sobre sus hombros el peso de sus conciencias.