Extasiado tras la adrenalínica jornada noticiosa, una vez con Manuel Contreras en la cárcel, decidí inyectarme una dósis de buen cine. A la vena, directo, ojalá con efecto secundario para tratar de despejar la mente después de la prepotencia de Mamito y los suyos. La elección, estaba tomada desde hace tiempo, era Alejandro Amenábar y su última obra, Mar Adentro.
Para caer en el más grande de los clichés, podría decir que el director español-chileno está cada vez mejor, dirige cada vez mejor y sus obras se superan unas a otras. Amenábar no es denso, constantemente le guiña al espectador, dirige bien a sus actores (actorazos en el caso de Bardem) y hasta se da el lujo de componer su propia música.
Y si algo es meritorio en Mar Adentro, éso es, precisamente, hacer fluir una película cuyo protagonista es un tetrapléjico sin remedio, lo más parecido a una estatua parlante. Y se logra, Amenábar lo logra con un delicado trabajo de guión, con una justa dósis de humor, poniéndole ritmo a los tiempos y los espacios y, sobre todo, lo logra a partir del resto de los personajes de la película. Cómo olvidar a Rosa o a Javier, por mencionar sólo a dos.
Ahora, pasándome al comentario personal (la moraleja como diría un profesor de castellano en mis tiempos, lenguaje y comunicación por estos días), Mar Adentro es una estupenda oportunidad para debatir. Veamos.
¿Qué haría cada uno de nosotros enfrentados, por ejemplo, a una tragedia como la de Ramón Sampedro o a la de Daniela García, por mencionar dos ejemplos súper mediáticos e igualmente tristes? Partamos por casa.
La estudiante de medicina, amputada por un roñoso tren mientras viajaba al sur con sus compañeros, miró el vaso medio lleno. Se dijo, con una entereza espiritual encomiable, que ni siquiera esta tragedia sería capaz de truncar sus sueños de formar una famiia y desarrollarse profesionalmente. Incluso, el trauma por el cual tuvo que pasar, le sirvió para potenciar su formación académica, sobre todo en el aspecto relación con el paciente. Bien.
Sampedro, en circunstancias muy parecidas (lanzándose un piquero azotó su cabeza contra el fondo marino quedando tetratpléjico) decidió que no, que su dignidad no era tener que ser asistido eternamente por otros, que sus movimientos, limitadísimos, en vez de un privilegio son una burla, sobre todo si pensamos en lo que para el resto de nosotros, los hombres y mujeres sanos, ni siquiera es pensable: mover un dedo, caminar. saltar, desplazarse.
Sampedro plantea que vivir no es una obligación sino un derecho. Y, claro, poniéndose en la cama (sería impropio decir en los zapatos) de él, no deja de tener razón. Además, como se planteó en el juicio, ¿qué tiene de malo querer quitarse la vida? En la medida que no se atente contra otras personas cuya voluntad sea ajena a ésos fines, no hay nada malo. Además, hasta donde sé, no se siguen juicios contra los suicidas... ¿O sí?
No quiero plantear una apología al suicidio ni mucho menos. De hecho, creo que Sampedro no se suicidó, sino que se sometió a una terapia, una especie de tratamiento en el que, pasando por la muerte, se llega a un estado superior, de salud, de plenitud y alegría.
Eso fue lo que entendió Rosa, la mujer valiente que le dijo yo te ayudo. Yo te amo, por eso te ayudo, y fue a comprar el cianuro potásico, se lo puso en el vaso con agua, delicadamente colocó la bombilla sobre él y le puso REC a la cámara para la despedida.
Lo que quiero decir, finalmente, es que tan legítimo como optar por vivir es optar por morir. Nadie de nosotros sabrá qué hacer hasta verse en el momento, trágico e indeseado por cierto, de tener que hacerlo. Ahora, si es por la vida, bien; pero si es por la muerte, bien también. Todo dependerá, como dije, de nuestra propia individualidad.
En todo caso, hipotéticamente, creo que seguiría los pasos de Sampedro. Después de disfrutar esta vida con todos sus beneficios, no me gustaría tener que conformarme con las migajas.