No. No se trata de una crónica sobre un furtivo amor de verano que se diluye junto con los últimos días de febrero. Afortunadamente tengo amor verano e invierno, todo el año y desde hace hartos ya. No les quiero hablar de eso, sino (como ya lo hice antes) del incendio en las Torres del Paine, uno de nuestros parques nacionales.
Trato y trato de ponerme en los zapatos de Jiri Smitak -una especie de alter ego de Luciano Bocheradeaux, uno de esos nombres nefastos que pasan a ser difícil o casi imposible de olvidar- y no puedo. ¿Por qué, haciendo caso omiso a las advertencias, a las normas y al más común de los sentidos, Smitak decidió apartarse y cocinar fuera de la zona permitida sus alimentos? No me lo explico.
Y creo que ni él mismo ha podido hacerlo. La única imagen que se tiene del culpable de la tragedia ecológica más grande de la que se tenga recuerdo en nuestro país es la de un joven taciturno, pensativo, con la mirada clavada en el horizonte humeante a raíz de su irresponsable acto. Smitak, creo, está arrepentido.
Sí, lo sé. Está arrepentido ¿y qué? Pagó menos de US$200 y se echó a volar. Probablemente, mientras el avión cruzaba la cordillera de los Andes rumbo al viejo continente Smitak ya estaba dormido. Cansado por lo que debe ser una experiencia desagradablemente imborrable -y una vez arrellanado en su asiento- el hombre debe haberse arropado y entregado a Morfeo. Eso de nada nos sirve. Estoy de acuerdo.
Probablemente sería bueno que este tipo de ciudadanos, así como si se tratara de criminales de lesa humanidad, portaran para siempre una especie de credencial vitalicia que los identifique como persona no grata en todo lo que a Parques Nacionales se refiere. Me parece lo más justo y oportuno en un caso así.
Aunque dudo que Chile y, en general, toda la patagonia vuelva a barajarse entre las posibilidades de destinos de Smitak, no estaría mal reforzar esa sabia decisión con un carnet, plastificado y todo.
Si bien los ingenieros forestales que he escuchado en las noticias coinciden en que en un par de años el verde volverá a cubrir el paisaje de la zona, esos mismos expertos éstán aún más de acuerdo en señalar que el daño provocado por el fuego es tan difícil de cuantificar como de reparar. ¿Veinte, treinta, cuarenta ¡cincuenta años!? A ciencia cierta es casi imposible saber cuánto tiempo se demorará la naturaleza en volver a la era pre Smitak, por llamarla de alguna manera.
La fauna silvestre del parque busca y busca algún matorral que no sepa a quemado, que no huela a humo y no lo encuentran. Zorros, guanacos y otros habitantes del parque se asoman al camino, a pasos del hombre, como exigiendo explicaciones. Todo eso sin considerar el lucro cesante de los abnegados empresarios turísticos de la zona, quienes vieron y verán caer sus ingresos como si fueran directores de una mala película de cine.
Es obvio. Muy pocos se atreverán a gastar los muchos dólares que significa visitar un parque quemado, arruinado y deprimente. Seguro, las alternativas del otro lado de la cordillera tendrán más validez y nuestras torres tendrán que esperar mejores años mientras se alimenten del recuerdo de aquellos años mosos.