A unos sesenta kilómetros al oriente de una de las ciudades más calurosas del país (Chillán), serpenteando un camino angosto y pavimentado sólo en su inicio, una vez pasado Yungay y Huepil se llega a Trupán, el pueblo que me inspira en esta oportunidad y que es lo más parecido a una foto que he visto en mucho tiempo.
En Trupán la única calle pavimentada lleva el nombre de uno de los próceres de la zona, un latifundista de aquellos y que, sin temor a equivocaciones, debe ser el dueño de la mitad de la región. Ésa calle, Alejandro Pérez se llama, es como la Alameda de Santiago. Atraviesa la plaza del pueblo, la comisaría, la escuela, el correo y un par de los negocios (tengo miedo a llamarlos supermercados por más que a sí mismos se autodenomien como tales) para terminar en el puente que cruza el río que a su vez, es alimentado por el Lago Laja, ahora refugio de los cisnes que huyeron desde Valdivia y los desechos tóxicos.
En Trupán la vida transcurre sin aspavientos ni prisa. Apenas una quinta de apellidos dominan gran parte de su población (que dudo supere el milenio de habitantes) y todos se conocen. Como turista de fin de semana en el lugar sentí la mirada inquisidora de los trupaninos, extrañados a la presencia de ajenos en sus pagos.
Efectivamente, en Trupán existe apenas una comisaría. Un retén mejor dicho, y que depende de la Tenencia de Huepil que a su vez debe ser una subsidiaria de una de las pocas comisarias de la comarca. El carabinero a cargo debe estar bajo el régimen de vacaciones pagadas porque su única preocupación debe ser bajar gatos de los árboles, éso siempre y cuando los bomberos no lo hayan hecho antes que él.
En Trupán, huelga decirlo, nadie está apurado y están contentos así. Casi no suenan los celulares porque hay que subirse a una de las lomas que rodean al pueblo para captar la señal de la antena más cercana y eso no es importante. Si hay que decirle algo a alguien se camina o se monta a caballo para decírselo personalmente. Lo más probable es que se termine comiendo una tortilla recién horneada o se disfrute del sabor que sólo los frutos inmediatamente sacados del árbol tienen, así con hojas y todo.
En Trupán vi lo que he leído de otros pueblos o ciudades, de Europa principalmente, y que tiene que ver con la seguridad de sus habitantes. Como están todos en otra, como todos se conocen y nadie tiene problemas con eso, las puertas de las casas están siempre abiertas. Si se cierran no es para impedir el ingreso de los ladrones furtivos, sino de los animales, los únicos seres irracionales que pueden causar desmanes o desórdenes en el pueblo.
En Trupán la vida parece estar estacionada. A nadie parece importarle mucho los índices de desempleo, la UF o el precio del dólar. La preocupación de los trupaninos, sobre todo por éstos días, está ocupada por su fiesta, por su semana de celebraciones.
La fiesta de Trupán es -la- oportunidad que tiene el teatro del lugar (una de las pocas construcciones que tiene más de un piso de altura, aunque eso sólo signifique que tiene dos) para lucirse, para desempolvarse y rememorar tiempos mozos.
En Trupán, me alegra decirlo, la gente es sobre todo eso. Gente. Cada quien saluda a cada quien con la amabilidad que sólo pueden tener los hombres y mujeres de campo, personas alegres y contentas de su vida, sacrificada y abnegada como las que más, pero vida al fin y al cabo.
En perfecta armonía con la exhuberante naturaleza de la zona, en Trupán la vida sigue y sigue y no sería extraño perder la cuenta de los días si se pasa más de una semana en el pueblo.
Trupán, con esto termino, es el lugar perfecto para quienes buscan eso que se llama desenchufarse o desconectarse. En Trupán, podría ser el lema, su satisfacción está garantizada. Yo atestigüo eso, se los aseguro.