Ja! Llegó el día de mi cumpleaños y casi como una manera de exorcizar este sentimiento vetusto que me empieza a recorrer, desde tempranito, me largo a escribir. Sé que con esto me voy a echar a más de alguien, sobre todo del sexo femenino encima, pero en rigor, a partir de este momento (llegó el momento, como diría Davagnino) empiezo a vivir mis treinta años. Ok, cumplo veintinueve, pero los 365 días que me separan de la tercera década ya se están descontando, impajaritablemente.
La verdad no es algo tan dramático ni mucho menos. Tal vez para otros, alguien más aprehensivo o expresivo, sea todo un acontecimiento. Para mí, no sé si por conveniencia o qué, es un cumpleaños más, un día como cualquier otro, en el que me llaman más por teléfono solamente.
Esa fiebre de recorrer la vida, hacer una especie de balance de ella, algo así como un collage con los grandes momentos no me ha dado aún. No siento la necesidad y, más todavía, considero que hacerlo justo en el aniversario es un símbolo forzozo. Cualquier otro día, así como éste, es bueno para aquello. No tiene que ser, necesariamente este, ése día. Pero en fin, para que éstas líneas no pasen a formar parte de la sección más aburrida de mi blog, les voy a contar los cumpleaños de mi infancia, los que recuerdo.
Esto de nacer en marzo nunca fue un privilegio. Los regalos de cumpleaños de mi infancia siempre tuvieron mucho más que ver con los útiles escolares que con juguetes o cosas que no fueran una ayuda para ir al colegio y hacer tareas. Además, y esto es algo de lo que no siempre tuve conciencia, marzo es un mes súper difícil para hacer gastos. La patente, el colegio, el permiso de no sé qué, las vacaciones, etc. Ustedes ya saben.
Además, aún no decido si para mi desgracia o fortuna, un par de semanas antes está de cumpeaños una de mis hermanas. Ergo, en los tiernos años pre adolescencia y matando dos pájaros de un tiro, celebrábamos -nos celebraban- el cumpleaños el mismo día. Total, los primos y los amigos eran los mismos así es que se hacía una sola gran fiesta.
Recuerdo la previa de ésas fiestas. Recuerdo que mi mamá se tomaba la molestia de hacer la torta la noche anterior, recuerdo que íbamos a comprar al por mayor (no estaba el Líder y el Jumbo que había quedaba demasiado lejos) así es que comprábamos en La Vega o en algún mercado similar las cosas.
Recuerdo que en el barrio, en el pasaje, el cumpleaños era una fecha esperable. La esperábamos como un bálsamo contra los primeros días del colegio, contra lo apestoso que era dejar las zapatillas y las poleras por los bototos y las cotonas. Era una oportunidad para comer cosas ricas y saltarse los charquicanes, las carbonadas y las tortillas que pronto inundarían nuestras mesas. Era el momento para jugar hasta tarde, dormir poco y enguatarse con golosinas del tipo guagüitas, sustancias y cocadas, nada de Skittles, M&M ni cosas parecidas a las que se pueden conseguir ahora. Mejor así.
Así también, como le pasaba a uno de los personajes en La Sociedad de los Poetas Muertos, recuerdo los regalos fijos. Mi tía Paty, que tenía un local en el entonces empingorotado cosmocentro Apumanque, me regalaba uno de los pijamas que le sobraban en su tienda, un saldo de la temporada anterior. Ojo, no estoy diciendo que los pijamas hayan sido malos, sino que como es obvio, me regalaba lo que más me podía servir y lo que más le convenía regalar. Mi otra tía, mi madrina, la tía Margarita traía una torta del California. Torta de merengue con conitos de chocolate, todo un clásico en ésas fechas. Mi abuelita materna, un siete ella, me llevaba un par de días antes a elegir (ella decía a "sacar") un regalo a Ripley. Así fue como tuve mi primer Atari, una raqueta de grafito, zapatillas con poliuretano y tantos otros fetiches de los años ochenta. No faltaban, por supuesto, los cagaos que me regalaban un chocolate derretido o, lo que era peor, un cuaderno y un lápiz.
En fin, creo que siempre lo pasé bien el día de mi cumpleaños y eso es lo que pienso hacer ahora. Así es que gracias por llegar hasta acá, pero me tengo que ir. Saludos,