El riguroso protocolo vaticano jamás le sentó tan bien a un protodiácono. Jorge Medina estaba en su salsa, cuando con voz parca y seria, casi como entonando una marcha militar, anunció a la multitud congregada en la Plaza San Pedro y a los miles de millones pegados al televisor o a las radios en todo el mundo: "Habemus Papam".
De inmediato, con una pausa bien ensayada y que le dio más rigurosidad al anuncio, el otrora Cardenal de Valparaíso entonó el nombre y el apellido del sucesor de Pedro: Joseph Ratzinger. Y entonces, Benedicto XVI apareció tras las sendas cortinas de terciopelo rojo.
Su mirada, adornada por ese peluquín partido con la estrictez que sólo pueden conseguir los alemanes, hablaba de un Papa más serio y menos distendido que su antecesor inmediato, el polaco Woyjtila, quien se dio el lujo de salarse el protocolo en sus primeros segundos al mando de la iglesia.
Ratzinger no. El hombre, como un actor en el descenlance de una extensa obra bien aprendida a lo largo de su vida, bendijo a sus fieles, quienes enfervorizados por la buena nueva aún no caen, no terminar de conocer quién es el famoso Ratzinger.
Se trata, incautos de siempre, de uno de los más fieles representantes del ala más dura y estricta del catolicismo. Se trata de el ideólogo del nuevo catecismo, el mentor de las nuevas directrices pontificias y, sin lugar a dudas, se trata de un hombre mucho más severo y menos afable que Juan Pablo II.
Ratzinger, como muy bien dijo Carlos Peña, está más preocupado de ver supuestas herejías o faltas a la ley católica que sumar adherentes a una iglesia en franca caída. Y si antes de su humeada llegada a los salones papales mi preocupación era la distancia que hay entre la iglesia y los problemas reales de la gente (por robarle una frase hecha a Lavín), ahora la preocupación es la misma, pero aumentada al doble.
El cardenal alemán, concuerdo otra vez con Peña, no parece enterarse de la crisis de vocaciones sacerdotales, de los escándalos de pedofilia y de todos los últimos tristes acontecimientos protagonizados por sacerdotes como él. Muy por el contrario, Ratzinger viene a apretar las tuercas en su misma posición en lugar de aflojarlas y dejarlas más fáciles de mover. El hombre es un duro dentro de la iglesia y eso, pese a que se diga que es un papado de transición, le puede costar muy caro a los católicos de todo el mundo.