Mal. Así me desperté, igua que varios espero, después de conocer los ataques sobre Londres. Despeté mal.
Las noticias, extras desde la capital británica, se repetían una y otra vez en la memoria. Había que cambiar los policías de New York o los madrileños por los típicos pacos británicos. Las ambulancias, una y otra vez, pululaban por la ciudad y, sobre todo, las voces de los inocentes de siempre, con las peticiones de siempre, contra los, al parecer, mismos de siempre.
Ojo que no estoy defendiendo la política de guerra contra el terrorismo a toda costa instalada por George Bush ni mucho menos. Encuentro que así como los romanos ahora viven con el pánico dertero de que son el próximo blanco, así también deben vivir, con el alma en un hilo, los habitantes de Bagdad o cualquier otra ciudad de esas que los F-16 aplanaron a bombazos.
Lo terrible de todo es que, así como van las cosas, estamos en un espiral de sangre y violencia que no tiene fin. En la medida que los países más poderosos del globo, EEUU y Gran Bretaña por citar un par de ejemplos, endurezcan sus posiciones contra los iraquíes, afganos y musulmanes en general (sin distinguir entre ellos a los verdaderos terroristas), sólo podremos esperar más y más atentados como los de Madrid y los de Londres. De hecho, ya estamos esperando uno en Italia y otro en Dinamarca.
Ignoro cual sea el remedio. De hecho ni sé cuál es la enfermedad. Supongo que si Al Qaeda ataca es por algo y, en eso, tanto Bush como Blair tienen mucho que decir. Como dijo Olga Ulianova, los terroristas juegan a la guerra que pueden jugar: con bombas en los principales medios de transporte de las más importantes ciudades del mundo. Los poderosos en cambio, a la que a su vez pueden jugar: Bombardeando a través de un computador, a kilómetros de distancia y sin tomarse la molestia de ver la cara de sus víctimas.
Así estamos. Así de mal. Y, lo peor de todo, es que no creo que Blair se quede muy tranquilo.