La tarde del miércoles falleció mi abuela paterna. Adriana Seyler Urzúa, oriunda de Valparaíso, casada por más de 66 años con el mismo hombre, mi abuelo Miguel y madre de cinco hijos, cuatro mujeres (mis tías) y un hombre, mi padre.
La abuela falleció en casa, tranquila, en los brazos de mi tía Patricia. Por lo que dicen quienes la vieron en el ataúd (prefiero evitarlo para quedarme con el recuerdo vivo de los difuntos) la abuela se veía en paz, tranquila y hasta más joven. Ojalá.
El asunto es que lo más trágico de todo no fue la muerte en sí, sino avisarle a mi papá que estaba en El Salvador, en viaje de negocios, la noticia.
Se lo comenté en un mail que le mandé para que lo leyera en el aeropueto de Panamá, antes de emprender el viaje más largo de toda su vida. Le dije sobre lo paradójico que fue comunicarle, algo para lo que se supone debo estar entrenado después de cinco años dándole a la misma canción, la noticia.
Aló... ¿Papá? La abuela Adriana falleció, creo que le dije. Apenas colgué y pude secarme las lágrimas de la cara, le pregunté a mis hermanas y a mi polola que me acompañaba en ésos momentos sobre lo que había dicho, sobre lo que había hecho.
Se supone.
Se supone que soy malo para hablar, que soy más bien tímido y que por lo general, prefiero estar más solo que acompañado. El ataúd de la abuela ya había descendido y Carlitos, el menor de los primos (el mismo que nació un 21 de marzo, igual que yo) sacó de su bolsillo un papel perfectamente doblado y sin pedirle permiso a nadie, leyó una nota muy emotiva en la que, entre otras cosas, reparaba en una caja metélica de galletas que tenía la abuela en su casa de Maipú.
Carlitos terminó llorando, abrazado por un tío o alguien así que estaba cerca de él. Después llegó el turno del tío (tío abuelo) Nicolás, quien recordó sus años de infancia junto a su hermana-madre, Adriana.
Entonces no sé cómo, envalentonado por no sé qué fuerzas, saqué el habla. La verdad, había ensayado el discturso en mi cabeza un montón de veces, pero del dicho al hecho... hay un suspiro.
Una de las pocas cosas que aprendí en latín es la etimología del verbo Recordar, que significa, volver a pasar por el corazón. Invité a los presentes, recogiendo la homilía del sacerdote (que también se llamaba Jorge) que hablaba sobre los legados, una especie de herencias o testimonios como los que portan los corredores de postas; invité a los presentes a recordar a la abuela Adriana.
Yo la recuerdo fumando, tomando café y jugando a las cartas. La recuerdo enseñándome a rezar, jugando a la ronda mientras las réplicas del terremoto de San Antonio (marzo de 1985) nos hacían cosquilas debajo de los pies. La recuerdo al borde de la piscina en Olmué, esperando a que la mojáramos como si le hiciéramos cariño. La recuerdo más de lo que debiera, pero, sobre todo, la recuerdo con cariño, con mucho cariño.